Capítulo 5

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Capítulo 5

Daniel Martínez salió a correr al alba.

Le gustaba particularmente ese momento del día, más allá de las recomendaciones del dermatólogo. Ver el sol al filo del horizonte lo hacía sentir de alguna manera, más humano.

Sentirse humano era algo difícil en la Clínica de Rehabilitación para Militares de Oregon. 

Se vistió un blazer azul y metió los pies en los tenis blancos Nike que había comprado la semana pasada. Todavía se conservaban cómodos, algo raro con él; las cosas nuevas nunca le duraban mucho tiempo pareciendo nuevas, ni los propios celulares, todo fallaba o se desgastaba en sus manos a las pocas semanas de haberlo adquirido.

Era un don patético, pero se había acostumbrado a él con el pasar de los años.

Danny, como todo el mundo lo llamaba desde el colegio militar, era alto y fuerte como un roble, de piel morena clara y profundos ojos marrones infestados de juventud, juventud ligeramente cansada. Era hijo de una inmigrante mexicana y un contador de Los Ángeles, una de las ciudades del país con más extranjeros que propios estadounidenses. Así que, más allá del inevitable racismo proveniente del (gracias a Dios) cada vez más pequeño grupo de gilipollas blancos con fetichismo hacia sus madres.

Siempre había sido un chico de naturaleza saludable, eso lo había heredado de su madre al igual que casi todo lo que lo caracterizaba. A su padre siempre parecía decepcionarle que tuviera poco o nada de él aparte de la nariz aguileña tan marcada en ambos.

Danny odiaba el colegio, le parecía un flagelo lento y doloroso y eterno, una especie de Sísifo intelectual que condenaba a todos a un irremediable camino a la miseria y la monotonía. Ojo, formulaba esos conceptos basado en las interesantes novelas que leía a medias de vez en cuando, en lugar de terminar sus deberes escolares.

Tenía una habilidad innata para meterse en problemas. Desde sus primeros años como estudiante demostró ser un chico hábil y sagaz para escabullirse y escapar frente a las narices de sus profesoras. A él le divertía cuando lo descubrían, al principio nunca lo hacían pero luego él comenzó a ser descarado por placer: ver la cara obesa de la maestra Wendy, toda roja e inflamada del coraje, le encantaba.

Tuvieron que cambiarlo de colegio tantas veces que hizo eso mismo con distintas personas, pero casi siempre con el mismo resultado.

Estar dentro de un salón oyendo las voces somníferas de adultos sin menor sentido de la aventura le parecía aterrador.

Y luego vino lo inevitable: el ejército. Su madre había intentado oponerse: "dale una oportunidad", "podrían matarlo", "¿sabes lo peligroso que es el ejército?"

Lo típico.

Danny prefirió guardar silencio, la idea no le parecía tan mala, después de todo le encantaban los videojuegos bélicos y no tendría que preocuparse por esas mamadas de ir a la universidad.

Y por si fuera poco, no era tan peligroso como parecía; nunca había tenido que disparar en circunstancias violentas ni había estado cerca de perder la vida. Para nada, se lo pasaba bomba.

"¡Vamos, señoritas, marchen hasta que las putas suelas de sus botas se derritan!"

¿No era perfecto?

Aprendió a usar armas, y era muy bueno con ellas. Podría desarmar una AK—45 con los ojos vendados y sin pulgares, eso mientras caía desde un helicóptero a cien pies de altura.

Como pasatiempo alterno, eligió el pingpong. Sí, por aquella película.

Y ni hablar de los amigos, se sentía como en casa. Sin ir a la guerra, con entrenamiento físico riguroso constante y la libertad de decir groserías a diestra y siniestra, eran unas vacaciones permanentes. La única rutina que iba bien con su vida.

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