Lobo Bueno, Lobo Malo

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Lobo Bueno, Lobo Malo


«Érase un tiempo antiguo, dónde aún los lobos eran seres desconocidos para las personas, tan solo los perros eran compañeros y estimados por los hombres allí en el poblado a los pies de las montañas antiguas.

Un hombre, cansado y golpeado por el sol y el pasar de los años, descendía por uno de los muchos senderos que bajaban por la montaña. Ya contaban tres días desde que había emprendido el viaje de vuelta. En aquella época los hombres desafortunados como él, eran obligados a caminar grandes extensiones de tierra; así sea esta rocosa, húmeda o irregular. Este era el caso de aquel hombre morando por aquella montaña ya antigua en tiempos antiguos.

El sudor le corría por la frente tostada por el sol, los trueques y negociaciones habían tenido varias dificultades y apenas podría durar pocos meses si es que llegaba en algún momento a su pequeña aldea. Pues era una aldea debido a que en estos tiempos los grandes poblados aún no existían siquiera en la mente de aquellas personas desoladas.

El hombre se sintió cansado y no tardó en marearse, debido a que el sol centellaba con vivacidad en lo alto de la montaña y también por el terreno empinado que se volvía cada vez más rocoso y arenoso a cada paso.

¡Pobre hombre deprimido y desahuciado, obligado a viajar solo por aquellas tierras desérticas y abandonadas!

Las náuseas llegaron como el viento del oeste que amainaba a medida que el hombre descendía. Comenzó a sentirse cansado y el hambre, que nunca abandonaba del todo su cuerpo, comenzó a manifestarse de una forma desenfrenada.

Cayó al suelo y apoyó las palmas de sus manos gruesas y grandes en la roca amarillenta. Le flanquearon los brazos y las rodillas gritaron en aquel quejido merecedor del peor de los sustos. Entonces fue allí cuando vio a las bestias, eran dos; lanudas y grandes, el hombre recordó la postura e imagen de un perro, pero aún no eran conocidos ninguno poseedor de aquellas características tan salvajes y amenazadoras. Pues lo eran terriblemente, con sus colmillos desenfundados y sus ojos grises observándolo con aquella mirada feroz.

Pensó que aquellas bestias lo asesinarían allí mismo, por lo que, con sus últimas fuerzas, se puso de pie y se sentó en una roca no muy grande que estaba a su alcance. Observó como una de las bestias, la que era un poco más baja y poseía el gesto más turbado por el peligro, daba unos lentos y precisos pasos hacia él. El miedo le recorrió la nunca y se apoderó de sus pensamientos. No le importó presenciar su muerte allí mismo. No tenía hijos ni tampoco amaba a nadie y nadie lo amaba a él, triste la vida de un hombre a punto de morir, sonrió por la ironía y dirigió su atención en el otro animal. Este era más grande y su pelaje más blanco, pero su rostro parecía apenado y triste como arrepentido de asesinarlo, como si esto fuese la única opción que le quedaba, entonces el hombre se percató que aquellas bestias lo matarían por culpa del hambre.

¡Oh qué enemigo poderoso tiene la vida, el hambre y el tiempo! Aliados y enemigos… cuánta tristeza.

El hombre acercó su mano a un saco de cuero marrón y viejo, de él sacó un trozo de carne pequeño y crudo, lo único que le quedaba además de una hogaza de pan mohosa, clavó la mirada en aquella criatura apenada y levantó el alimento, que era suficiente para aquellos animales. La bestia, que aparentaba ser tranquila y amable, se acercó despacio, como pidiéndole permiso a su compañero salvaje, y mordió un trozo de aquel alimento, dejándole la parte más grande a su compañero, que tras verlo sentarse y masticar con suma paz, se vio forzado a imitarlo. Las bestias comieron aquel trozo de carne y no al hombre, este se sintió afortunado por seguir con vida hasta que recordó que estaba perdido y sin comida en aquellos parajes mundanos y ruinosos. El hombre también le ofreció un poco de agua tras asustarse al oír un gruñido proveniente del animal salvaje que mostraba sus dientes en forma de amenaza, como orgulloso de poseerlos. Pronto los perros grandes y salvajes se calmaron, el hombre se animó a acariciar a una de las bestias, fue claramente la que presentaba menor peligro, y esta se regocijó de gozo, como si tal acto lo estuviese deseando desde hace mucho tiempo. Luego intentó acariciar a su compañero, pero este corrió el hocico y lanzó un corto mordisco hacia los dedos del hombre, que no llegaron a tocarlo gracias a un movimiento rápido.

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