Epilogo

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Epílogo


La amplia sala se encontraba sumergida en el más profundo de los silencios mientras el primer haz de luz entraba por un gran ventanal de cristal. Las paredes, de un color tan marrón como el tronco de un roble, se levantaban altas hasta desembocar en un techo cóncavo en forma de cúpula. De él pendía un bello candelabro dorado el cual brillaba e iluminaba gran parte del recinto, aunque no por completo, pues la figura, en el fondo de la habitación, permanecía oculta en la penumbra.

Un instante después, se oyó dos llamados, cortos y secos, de la bella puerta al principio de la habitación, como quien procura ser cauteloso. Luego de un segundo, una mujer de cabello negro sujeto por un fino listón blanco, cruzó el umbral.

Esta, llevando un vestido de seda blanco y diferentes joyas plateadas sobres sus muñecas y cuello, caminó hacia al frente mientras cargaba un pergamino en ambas manos, como si aquel pesara tanto como su importancia.

Una vez que alcanzó el pequeño mueble, bajo y rústico, en el medio de la habitación, depositó el pergamino en un extremo y se apartó. Observó al frente y, una vez que la figura, sentada sobre un trono pálido y elevado del suelo, le dirigiera sus ojos grises y fríos como el cielo a su izquierda, se inclinó. Y, sintiendo una sensación temerosa e incómoda recorriéndole el cuerpo, recitó:

—Oh, general entre guerreros. Rey entre reyes. Alfa entre lobos. Señor de estas tierras y de mi patria ¡Oh, señor! ¡Oh, rey mío! —dijo la mujer en un tono solemne y calmado, pues, como vocera del Rey, debía de cumplir con procedimientos estrictos—. He traído noticias, noticias extrañas sin duda, pero… conociendo su gran genio y extensión, algo ya ha de saber, señor mío. Es por ello que he traído este pergamino y lo dejaré aquí, para que usted pueda leerlo y proceder como mejor entienda.

El silencio se reanudó en la Sala Muda y así continuó por algunos segundos, mientras el Rey se encontraba con el rostro oculto en la oscuridad y observaba aquel pergamino. Luego, sin siquiera moverse un centímetro, le respondió, pero de una forma anormal. Pues de aquel pequeño mueble, un atril bello y elegante se levantaba al lado del pergamino, sin embargo, este atril se encontraba vacío y ningún libro se mostraba allí. De un instante a otro, un extraño brillo tenue y verdoso comenzó a brotar de él hasta que un papel amarillento surgió de la misma madera. La mujer lo tomó sin perder tiempo, retrocedió, se inclinó y dijo:

—Gracias, señor mío. —Y dicho esto, abandonó la sala procurando no alterar el silencio que en ella residía.

El hombre sentado en aquel trono áspero y ceniciento, vestía un tapado hecho de una pulcra tela blanca que reflejaban los rayos del sol naciente. Su mirada audaz resaltaba de su rostro pálido y delgado, pero firme y serio. Sus cabellos plateados, que caían sin cuidado por su espalda recta, permanecían estáticos, pues ni una brisa leve se atrevía a entrar sin su permiso.

Luego, dirigió la vista hacia el pergamino, poco lo sorprendió este, pues lo esperaba, aunque ya conocía todos los secretos que allí aguardaban. Después, observó en dirección al ventanal y contempló el bello paisaje que se extendía por todas sus tierras, sin embargo, miraba al amanecer del horizonte como si lograba observar más allá.

—Oh, hermano… —dijo el hombre en un tono calmado, pero sonante y grave—. Aún recuerdo las palabras que nuestro padre nos ha dicho, como si él me las estuviese diciendo ahora mismo. Sin embargo, no puedo evitar preguntarme si tú aún las recuerdas.

Pasaron los minutos y el poderoso individuo continuó navegando por los mares del saber y del pasado.

—Oh, hermano, dime ¿Recuerdas estas palabras dichas por nuestro padre? —dijo como si aquel hermano suyo lo escuchara y continuó narrando:

“Oh, hijo mío”.

—Decía él con su voz desfalleciendo mientras yo intentaba tratarles las heridas que un instante atrás le había provocado. ¿Te acuerdas?

“Oh, hijo mío, recuerda estas palabras cuándo yo cierre los ojos y no los vuelva a abrir”.

—Dime que te acuerdas, hermano, por qué yo aún puedo ver a nuestro padre sangrando y llorando mientras su voz vacilante provenía de sus labios una última vez.

“Recuerden, hijos míos: Dos hermanos, poderosos y de rostros siempre jóvenes, lograrán convivir con este mundo. Sin embargo, la muerte los visitará cada cierto tiempo y, en cada una de estas visitas, el mundo cambiará, para bien o para mal. Pero cambiará y solo el primero en alzar su espada gobernará a costa de aquel que se esconda de ella. Solo un Mediasangre, de valentía incuestionable y moral templada como el acero, logrará terminar este maldito presagio, solo él será capaz de sobrevivir al desarrollo de la guerra”.

—Oh, hermano, palabras graves y confusas fueron aquellas, pero la verdad que proyectaban nunca la hemos cuestionado ¿No es así? No, jamás y es por ello que te pregunto a ti, ¿todavía te acuerdas de este presagio dicho por un hombre sabio antes de sucumbir por las garras de su propio hijo? Espero que sí, pues yo no las he olvidado ni por un mísero segundo.

“Adiós, hijos míos y espero sepan comportarse ante la primera visita de la muerte”.

—Oh, estas últimas palabras, tan crudas que me retuercen el alma, pobre nuestro padre y grande sea su gloria en nuestras memorias antiguas, pero, dime hermano: ¿Aún aguardas la segunda visita de la muerte? Dime, pues no quiero ser yo él que te diga que nunca llegará.

Y luego, el silencio reinó en la habitación, ni un ruido se escuchaba en la lejanía. Las horas pasaron y el sol se elevó alto en el cielo gris, pero el hombre aún seguía con la mirada perdida en la infinidad que se mostraba frente a sus ojos despiertos.

En un segundo, se levantó de su trono y avanzó hacia el amplio ventanal. Apoyó su mano jovial y pulcra sobre el cristal y la contempló largo rato, como si esta le contara el futuro y él no pudiera dejar de escuchar. Luego, volviendo sobre sus pasos, se sentó una vez más sobre el trono y observó el pergamino que continuaba enrollado en el pequeño mueble. Sonrió, como hace años no lo hacía, y soltó una lenta y corta carcajada cargada de memorias y desagrado, una vez callada esta impropia risa, el hombre negó con decepción y dijo:

—Hermano mío… desconozco tus intenciones y tus aspiraciones se encuentran bajo la nebulosa de lo incierto. Pero debo de admitir que ha sido un movimiento extraño, ya que ambos sabemos que lo hubieses realizado de una forma mucho más rápida y sencilla con un simple chasquido —exclamó decepcionado, pero intrigado a la vez.

Largas horas pasaron mientras el silencio lo rodeaba y él continuaba observando aquel pergamino, como leyendo su interior y mucho más desde la distancia.

—Oh, Joseph, Joseph… —dijo de repente el hombre con cinismo—. Espero recuerdes las palabras de nuestro padre y sepas que mi espada sigue alzada y lista para caer sobre cualquiera. Incluso sobre ti, hermano mío. —Y calló de súbito, como recordando un acontecimiento que le generaba un gran malestar—. Ha pasado mucho desde nuestra última charla, hermano. Y me temo que no aguardaré ni un segundo más —agregó molesto a la vez que alargaba su mano mientras su rostro se sumergía en la tenebrosa penumbra.

Pasaron algunos segundos y nada ocurrió, hasta que la luz dentro de la Sala Muda comenzó a disminuir y, contrastando con su alrededor, un brillo tomó lugar en la palma del Rey, pero el color de este era negro y cruel, como el color de un abismo.

—Joseph, hermano. Espero quieras escucharme… —dijo y tronó los dedos.

Los PrivilegiadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora