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Solía darme miedo el mar,

no tenía pavor de la oscuridad,

si quiera de algún monstruo imaginario.

Tenía miedo a ese ser capaz de ser tranquilo y al instante indomable, el mar, la gran tumba de marineros nunca encontrados, y quizás, dueño de seres que habitan en nuestras pesadillas. Yo le temía a sus olas, a las sombras que parecían reflejarse en los ángulos de las ondas que se formaban en su inocente superficie.

El mar tenía voz, yo la escuchaba, y nunca tuve razones para temerle, hasta que él me las dio.

Vivía cerca de la costa, en una isla, no era muy conocida, para la mayoría inexistente, pero allí vivía; en una isla, tranquila y hogareña.

Mi padre tenía un velero al que solíamos ir todos los fines de semana, en verano, sólo en verano, en invierno hacía mucho frío y él prefería no salir en invierno. Aunque yo, sentía frío tanto en verano como en invierno. Era raro, pero así el mar me hacía sentir.

Mi hermana sabía nadar, ella chapoteaba con mi padre alejándose de la orilla mientras mi madre me preguntaba por qué no intentaba meterme: "sólo hasta los tobillos" decía. Pero nunca le hacía caso, estaba sobre la arena y con tan sólo eso, sentía un palpito procedente de las profundidades desconocidas de ese agua oscura infinita. A veces no le tenía tanto miedo, y sólo sentía las ganas de zambullirme tras sentir un cautivador canto detrás de mi oreja, solía escucharlo cuando sin querer, me quedaba observando un punto en la lejanía, donde las olas crecen.

Pero aquella vez fue diferente. Era de noche, una noche clara, sin nubes encapotando el cielo, sólo la gran luna fulgurante reflejándose en las tenebrosas, tranquilas e hipnotizantes aguas. Algo hizo que saliera de mi cama, tal vez el fuerte olor a sal, puede que el insesante sonido de las pequeñas olas desvaneciéndose contra la orilla que se había acoplado a mi tímpano o puede que las voces que del emanaban, como cantos de almas que una vez perdieron su calor mientras caían como ligeras pluma en sus interminables acantilados; gélidos acantilados.

Mis pasos eran acompasados, casi me permitía dar pequeñas vueltas mientras ya sentía el rocío evaporarse en el aire de mi alrededor. Hacía frío esa noche, más de lo habitual, aunque ningún frío pudo compararse al viento que azotó mi camiseta al acercarme a la orilla. Yo únicamente era capaz de percibir el brillo de plata que la luna dejaba caer en la opaca superficie, porque una vez pude percibir algo más, su brillo se apagó.

Ese algo más fue mi nombre volando en el viento helado capaz de cortar mi piel, provenía del pequeño muelle. Allí, donde las luces del faro nunca revelan la verdad, donde nunca llega su calor, donde nunca más volví a estar.

Siguiendo las órdenes de ese exquisito poder que consiguió apoderarse de mí, fui al muelle, las tablas chirriaron a mi paso, pero ni siquiera eso consiguió asustarme. Ni si quiera eso.

Alguien se río y yo también lo hice. Ella se había reído, pensé al ver una niña sentada al borde del muelle. Me senté a su lado, y por poco, mis pies casi se pierden en el agua.

— Hola — murmuro mirando de reojo a la niña de cabellos cortos y oscuros. Su hombro desnudo estaba cubierto de unas cuantas escamas, y sin duda su piel era la más pálida que alguna vez hubiera visto.

Has venido — ella cantaba para alguien más además de para mí. Eso era algo que tardé más en averiguar.

— Tú también — digo con una voz más aguda, que para mi sorpresa, no hace eco en la orilla, ni en los árboles, ni en el acantilado, ni en el viento.

Oh yo he estado aquí siempre se giró, mostrándome sus ojos totalmente oscuros, negro infinito, como el fondo inalcanzable de los océanos.

— Nunca te había visto.

No hay más ciego que el que no quiere ver... fue lo último que le escuche decir.

Rostros familiares, y desconocido emergieron de las oscuras aguas. Eran pálidos, erráticos y arrastras consiguieron ocupar cada uno su lugar. Tres niños aparecieron en la punta del acantilado sus cuellos se tambaleaban como por un tic nervioso, dos hombres, ambos con una gorra con el dibujo de un pez espada salieron a flote de un barco en la lejanía. Todos cantaban versos, que sin duda alguna, habían sido escritos por el señor del mal.

Dos mujeres tan bellas como lúgubres ocuparon sitio a mi lado. Y después, cometí el error, las observé, sus labios se abrieron levemente dejando caer chorros de agua ennegrecida, mientras, sin darme cuenta unas manos grices salían de las profundidades para amarranse a mis tobillos y tirar de mí.

El mar se tragó mi voz en mi trayecto a las profundidades. Mis oídos solo escuchaban versos que contaban la profecía de mi muerte y mi corazón empezó a ralentizarse.

Desde entonces, ya no huyo de la mar. Ella se tragó mi alma junto con la de muchos más. Desde entonces, observo las estrellas entre las burbujas que ascienden desde lo más abajo y canto, canto... canto para el siguiente sacrificio.

Nunca algo fue tan dulce como las muertes saladas que se producen aquí, A.

Scraps of terrorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora