Caminaba como si las personas de su alrededor no estuvieran. Era consciente de que estaban allí, personas enmudecidas, que solo capturaban su atención con el vaivén de su mano. Ellos la saludan mientras ella se aleja con pasos paulatinos a la salida. Muchos la miraban con envidia y oscuridad en sus ojos, pues a nadie le gusta estar anclado a una lápida. Otros muchos la miraban con ternura, pues sabían que ella algún día sería la indicada de ayudarlos.
El camino se fue estrechando y las piedras pulidas dejaron de existir en él. La joven llegó hasta el gran umbral de la puerta, una verja majestuosa, decorada con pequeñas flores vestidas de un varnis negro, acompañando las únicas situaciones por las que visitarias un cementerio; para despedirte. Aunque el caso de la niña era completamente diferente.
Ella tuerce su cuello para mirar de reojo el tan desolado lugar para los ojos de los humanos, ella nunca podría comparar la belleza que tiene el arte de la muerte dentro de estas paredes, al arte de la caótica vida que se encontraba fuera de estos.
Una risilla pecadora de malévola sale de sus labios para hacer eco en cada lúgubre lugar y rincón del barrio de los muertos; en el fondo a ella le gustaba tener el control de la débil línea que separaba los mundos. Ella amaba decidir el momento del final.
Las personas siguen allí, esperando que la niña se marche. Y lo hace, nada más pisar los azulejos que se encuentran fuera de los muros ensordecedores, los difuntos se difuminan con el viento, como si sus almas empezaran a jugar al escondite hasta que la niña llegara. De nuevo.
A.