Se encontraba sentada sobre el cemento. Cubierta de sus prendas negras. Pasaba el tiempo machacando hormigas con la punta de su lápiz mientras los demás niños jugaban a cualquier otra mierda. Nadie se le acerbaba. Y quién lo hacía, no se recordaba. Estúpido quien fuera el siguiente en osarlo hacer.
Estúpido él.
— Oye tú, niñata — la niña, con los pozos de sus ojos, aniquiló al egocéntrico niño que le gritaba —. ¿Acaso no tienes amigos?
La niña de cabellos color azabache, agachó su mirada. Observando como las hormigas se retorcían de dolor bajo su lápiz. Sonrió. Estaba encantada de contestarle:
— Sí, claro que tengo — su susurro gélido penetró en el oído del niño, el cual, testarudo, siguió perturbando el alma endemoniada niña.
— A sí... ¿y por qué no estás con ellos? — la niña suspiró, cansada de soportar a la curiosidad humana. Le daba dolor de cabeza —. ¿No hablas con ellos?
— Sí — intentaba calmarse. Pero el fuego ardía en cada parte de su cuerpo. Joder, no tenía más insectos para matar.
— ¿Dónde están ahora?
Ella pensó. Enumeraba los cuerpos en su mente. El último aún estaba en su casa del árbol. Pobre Charlie, al cuarto bolígrafo clavado en su garganta ya estaba quejándose.
— Muchos están aquí. Pero uno está esperando en mi casa — contestó, a sabiendas de que las sombra ya habrían hecho su trabajo con el cadáver. Para cuando llegara, sólo quedarían las muñecas de trapo en sus respectivas sillas como únicos testigos para la próxima víctima. Ella apostaba todo a que el próximo sería el egocéntrico de las preguntas.
— ¿Aquí... dónde?
Entonces. Cuando su voz parlanchina hizo hevir su sangre, las ansías de su dolor se apoderó de su sistema inhumano. Machacar a las estúpidas hormigas no le valía. Quería ver a ese gilipollas clamando vida, miles de ideas de cómo acabar el aire en sus pulmones ocuparon su mente como deseos fugases.