Como llevo mucho tiempo sin publicar nada, os contaré mi pequeño secreto:Sangraba rabia por los ojos. Sangraba lágrimas. Quizás de angustia, quizás de fuego. Me quemaban las mejillas blanquecinas y se fusionaban con gotitas de sudor frío que se escurrían lentamente por mi tez. No pensaba, creo que por una vez en mi extraña vida no pensaba en nada, ni importante ni irrelevante, solo respiraba. Sí, respiraba a un ritmo tan apaciguado que me sorprendió. Mi pecho se llenaba poco a poco de aire que entraba por mi boca y me secaba la garganta, áspera. Era el momento, lo supe. No me detuve a pensarlo.
Si a usted le preguntaran: llegada la situación en que pudiera acabar con el motivo de su desgracia, con la persona que no le había dejado saborear su existencia ni un solo momento, si pudiera quitarle la vida a ese ser que le convirtió en alguien que, sí, vive, pero le pesa tanto el alma que apenas es consciente... ¿qué haría?
Les diré que, en mi caso, acabé por completo con su existencia. No me malinterpreten, siempre fui una buena persona. Fue como arrancar una mala hierba, y llegado el momento no tuve que emplear mayor fuerza que la necesaria para arrancar los matojos inservibles de los que hablo. Lo hice por odio, le quité la vida por rabia, sí. Porque sabía que con ese ser en el mismo mundo que yo no podría seguir viviendo ni un minuto más. Me mató por dentro durante años, me hizo creer que si yo moría, poco importaba. Que no servía para absolutamente nada. Me fue apagando lentamente. Estuvo presente desde el primer recuerdo que tengo. En el primero, él ya estaba ahí, como una sombra. No me es posible imaginar mi vida sin su presencia, pero tampoco puedo vivir con ella a mi lado.
Siempre fuimos tan diferentes que llegado este punto solo puedo decir: o él o yo. Le culpo sin pensarlo dos veces de que mis padres me odiaran. Le culpo de conseguir que todo el mundo me odiara. De que yo acabara encerrada entre mis cuatro paredes coloreadas de escarlata que no parecían sino escombros ensangrentados, que acabé barnizando con mi propia sangre en más de una ocasión. Tonterías, chiquilladas. Por llamar la atención, decían los psicólogos.
Le culpo de mi fracaso en los aspectos que usted considera necesarios para tener una vida "normal" hoy en día... y le culpo de lo sucedido en una rancia noche de invierno, de sábanas pegadas al sudor frío del cuerpo y de pesadillas grotescas mezcladas con nervios en las tripas. Insomnio. Rabia, cansancio. Aquella maldita noche soñé que, mientras mis padres y yo dormíamos en nuestro apartamento, alguien entraba en casa. Un tipo sin rostro, sin aliento y sin identidad, entraba sigilosamente y se dirigía al cuarto de mis padres, con disimulo felino y fines diabólicos. Le oí. Estaba asustada. Me levanté y caminé de puntillas hacia el cuarto de mis padres y los encontré desnudos. Yacían en su cama con las sábanas revueltas y ensangrentadas. La expresión desencajada, los cuellos rotos, la mirada perdida y entregada en su totalidad a una última imagen que revelaba en sus ojos un temor que no superaba a su expresión de sorpresa y desconcierto. Lo último que habían visto, fuera lo que fuese, les dejó con una duda y un asombro tales que sus miradas me mostraban incredulidad ante ello. Ni sus pupilas, inertes, se lo creían aún. Habían sido cruentamente asesinados por el hombre sin rostro y sin identidad, un cuchillo, aún con sangre tibia descansaba sobre el vientre de mi padre y la ventana estaba abierta. Me desperté.
Y nada más levantarme supe que yo había acabado con la vida de mis padres. Era extraño. Se sentía como que alguien hubiera robado mi alma y entrado en mi cuerpo. Podía saborear la muerte en mis labios, me imaginaba la sangre de mis víctimas escurriéndose por mis comisuras, manchando mi cama.
Entonces, inmediatamente, su reflejo inerte estaba en el espejo. Yo lo había matado. Y ahora él, había hecho de mí, su marioneta.
Hola hermano, A.