Miedo a la luz

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La nictofobia es el miedo a la oscuridad. Es algo bastante común entre la mayoría de las personas, sobre todo durante la infancia.

El temor a lo que se pueda esconder en las sombras, mientras tú ni siquiera puedes ver de qué se trata. También la aversión a lo desconocido, a todo aquello que no sabes si se podría encontrar a tu lado o si realmente existe.

Se podría decir que mi caso es diferente. Nunca le he tenido miedo a la noche, es más, siempre he estado buscando la ausencia de luz absoluta. Donde no podía verlo y tampoco podía ver como él deformaba la realidad de forma horrenda a mi alrededor.

Sé que él está ahí desde que tengo memoria, en mis primeros recuerdos siempre aparece una sombra por el lateral de mi campo de visión, queriendo hacerse notar, pero sin ser visible por completo.

Hasta que lo vi por primera vez, cuando tendría alrededor de siete años. Yo me encontraba en la escuela hablando con mi compañero de al lado, mientras la profesora estaba distraída. Me estaba riendo de algo que había dicho mi amigo. Entonces mi risa se paró de golpe y se me cortó la respiración, mientras mi corazón latía a toda velocidad. Aquel día lo vi con toda claridad.

La criatura tenía el pelo de color completamente blanco y muy largo, sus ojos eran de un azul muy pálido, lo más llamativo de estos era que sus pupilas eran grisáceas, como si él fuese completamente ciego. De su rostro y manos colgaban girones de piel, debajo de estos había heridas supurantes de un líquido negro.

El ser, además, tenía unas alas en la espalda de un color blanco manchado por esa especie de sangre negruzca. Estos órganos no le habrían servido para volar puesto que en ciertas zonas estaban desplumados y habían sido divididos por cortes a la mitad en varias zonas y quebradas en un ángulo antinatural. A pesar de no poder volar levitaba a varios palmos del suelo.

Miré horrorizado al niño a mi lado, suponiendo que él también lo había visto. Observé como su cara se iba derritiendo lentamente, formó una sonrisa siniestra y llena de dientes afilados, su cuello se retorció de forma imposible. Me quedé inmóvil en mi asiento.

Presencié como las ramas de los cerezos en flor del patio se alargaban y crecían hasta llegar a las ventanas de la clase, haciendo estallar los cristales. Las flores de los árboles se fueron desprendiendo y movidas por el viento que entraba por la ventana tocaron la piel de los niños, haciendo que la zona en la que la rozaba se volviese de color negro y la quemase.

Oí sus gritos de dolor agónico hasta que no pude soportarlo más. Salí a toda prisa de la habitación, mientras recorría el pasillo desierto hacia los baños. Cerré la puerta echando el cerrojo y me senté en el suelo apoyando la espalda en esta. No pude contener más mi llanto mientras lloraba desconsoladamente.

Cuando al fin pasó lo que pareció ser una eternidad me decidí a salir del baño con los ojos rojos e hinchados, como pude apreciar en el espejo.

Cuando entré en clase la profesora me preguntó qué había pasado entre gritos, no comprendía por qué me había ido corriendo de allí. Yo intenté explicarle lo ocurrido, pero las palabras se quedaron en mi garganta y tan solo me volví a sentar en mi sitio.

Parecía como si aquello nunca hubiese ocurrido, solo supe que no había sido imaginación mía porque lo vi a él, observando desde la ventana.

Desde ese momento él siempre se mantuvo a mi lado. Rápidamente me di cuenta de que la criatura prefería los lugares luminosos, es decir, siempre se encontraba en las partes más iluminadas de una habitación y cuando solo había penumbra él no hacía acto de presencia.

A partir de entonces empecé a adorar la oscuridad. Mi habitación siempre se encontraba con las persianas bajadas y la luz apagada.

La segunda vez en la que él distorsionó lo que yo veía fue a los nueve años cuando estaba cenando con mis padres y mi hermano.

Aquella especie de ángel maligno llevaba observándome durante toda la cena, hasta que empezamos con el segundo plato.

Observé como el pollo que estaba comiendo se teñía de un color negro. Tiré el tenedor hacia el plato. La forma del muslito de pollo se deshizo, saliendo de éste cientos de ciempiés, escarabajos y cucarachas que habían imitado la forma del trozo de carne.

El grifo de la cocina de repente se abrió, soltando un gran torrente de agua a presión. El suelo empezó a inundarse, el agua iba ascendiendo poco a poco. Me fijé en mi familia, pero estaban quietos y no respondían.

El agua seguía subiendo por encima de mis rodillas, intenté detenerla llegando hasta la cocina. Sin éxito.

En una esquina de la sala salían chispas sin una razón aparente. En ese momento pasó algo que nunca habría creído posible. Una de aquellas chispas prendió el agua del suelo, como si ésta fuese gasolina. Intenté escapar, pero en el camino me desmallé.

Me despertaron mis padres, preguntándome bastante nerviosos que era lo que había pasado, por qué había corrido de un lado para el otro sin ninguna razón aparente. No supe dar una explicación convincente, tan solo lo miré a él, que me observaba con sus ojos vacíos.

Durante mi adolescencia estos episodios se repitieron de forma cada vez más frecuente, hasta el punto en el que ocurrían varias veces al día.

Estuve yendo durante bastante tiempo al psiquiatra. Este me recetó antipsicóticos que no lograron paliar lo que veía. Él siempre permanecía ahí, solo se esfumaba cuando no había luz.

Pero ahora ya no importa, ya no volveré a ver la luz nunca más. Quiero reír, aunque ya no pueda. Por fin todo ha acabado, he hecho que acabara. Ya nunca volveré a verlo, porque a tres metros bajo tierra todo está oscuro.

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