Capítulo 3: Hades y Perséfone

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—¿Cómo? —cuestiona mi amigo.

—¿Qué es lo que no entiendes?

Junto mis manos y las aprieto sobre mi estómago. El arrepentimiento se multiplica a cada segundo, acechándome desde algún lugar muy oscuro de mis pensamientos. Maldito hemisferio izquierdo, me tienes realmente cansada.

—Lo de que nos vamos, Hal. ¿Cómo vamos a largarnos?

Sonríe de oreja a oreja sin ningún motivo.

No me está tomando en serio. Sabe que no suelo bromear, no tengo esa capacidad, ¿por qué lo haría ahora?

—¿Hal, estás bien?

Estaba en piloto automático. No me culpéis, no lo puedo evitar por mucho que quiera.

—Coge lo indispensable, cepillo de dientes, ropa y poco más. Nos vamos y no regresaremos. Date prisa—respondo. —¡Venga, Lou!

—Eh...vale, vale. ¿Me acompañas?

—¡Vamos! —elevo el tono, empezando a desesperarme por su lentitud.

Agarro su muñeca y tiro de ella al ver que él sigue sin reaccionar. Lo conduzco al interior del edificio bajo la atónita mirada de nuestros compañeros quienes no me han visto en una actitud tan "¿dominante?" fuera de un campo de fútbol.

—¿Estás bien, Hal? Me estás empezando a preocupar—murmura el castaño al pie de las escaleras.

—Perfectamente—contesto mientras sigo tirando de él. —¡No te pares! —exclamo con bastante brusquedad.

Su expresión cambia a una solemne: sus labios se abren ligeramente y su sonrisa se tuerce.

—Por favor, Lou, confía en mí—suplico, aunque como siempre, mi tono es totalmente neutro.

Mis palabras aparentan surtir efecto en mi mejor amigo, quien, manteniendo cierta seriedad, asiente y me sigue sin rechistar. Entramos al dormitorio de los chicos, el cual está separado del de las chicas.

Es algo que odio. Ojalá pudiera dormir solo con él y no acompañada de otras quince chicas de mi misma edad. Son muy ruidosas y sus conversaciones no son precisamente interesantes. Casi siempre están centradas en chicos o famosos. Además, las pocas veces que he intentado participar en ellas me he sentido muy fuera de lugar. Mis comentarios no suelen agradar, pero no los puedo evitar. Soy así.

—Llamando a Halsey, ¿estás ahí?

—Sí, ¿dónde estaría sino?

Él ríe y yo me encojo de hombros. No le encuentro la gracia a mi comentario, pero hacerlo reír, más en la situación actual, es una gran victoria para mí.

—¿Cuánta ropa quieres que me lleve?

—Llena una mochila. Varios vaqueros, camisetas para poder cambiarte, ropa interior...Lo necesario para aguantar un par de semanas.

—¿Un par de semanas? ¿Qué está maquinando esa cabecita tuya?

Me muerdo las uñas. Lou está consiguiendo acabar con mi paciencia.

—Haz lo que te pido y confía en mí—replico. —Y date prisa. Debemos acabar antes de que la gente entre—lo apremio.

Él alza sus manos en lo que entiendo que es una señal de rendición y se dispone a sacar ropa de su armario.

—Coge la cámara y todo lo que no quieras abandonar.

—No tengo mucho que abandonar—comenta mientras guarda las libretas donde escribí sus historias y monólogos.

Operación CaliforniaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora