Ni Titania se vio rodeada de tanta luz, no así la amante eterna. Susurraba una melodía en la alameda: fruto de su belleza. Su tez indistinguible entre la nieve; y su mirada como si un fanal fuera, iluminaba el lugar del ansiado juramento.
Y aquél que llamaban Muerte, sobrepasado por el sol que daba a luz vida, desde lo profundo del corazón entonaba la misma sonata en aquel invierno. No podía otra cosa que asombrarse del astro nacido.
Ella, producto del orden. Él, hijo del caos. Almas, que abrazadas prometerían amarse.