Los Santos de Ketterdam

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Las noches de Ketterdam distaban mucho a parecerse a las de la granja

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Las noches de Ketterdam distaban mucho a parecerse a las de la granja.

Cuando Kaz era pequeño y la oscuridad todavía le daba miedo, había cogido la costumbre de dormir con Jordie cuando la tormenta arreciaba. Los temporales en el campo parecían capaces de hacer que las tejas de pizarra del tejado fuesen a salir volando en cualquier momento. El viento acariciaba las hojas de los árboles que habían plantado en su jardín, meciéndolas frente a su ventana como los pliegues del vestido de un fantasma.

Kaz nunca se lo había dicho a nadie, pero las noches así le aterraban, así que abría la puerta del cuarto de Jordie de par en par y, sin decir nada, se tumbaba a su lado. Su hermano mayor era el único que veía hojas corrientes en lugar de fantasmas; que no temía que la casa se derrumbase sobre ellos y cantaba más fuerte que los truenos para que Kaz no los oyera.

Eran noches de sueños y cuentos que acababan bien, de hacerse cosquillas en la penumbra de una habitación desordenada y de desayunar gofres con papá, manchándose la boca de chocolate y el corazón de la felicidad más genuina.

En Ketterdam, las noches eran diferentes. Kaz ya no veía fantasmas en la tormenta, sino que se limitaba a maldecir entre dientes porque eso significaba que al día siguiente la pierna le dolería todavía más al intentar no resbalar. Los truenos se escuchaban de manera ensordecedora entre las paredes maltrechas del Listón y si por un casual había gofres para desayunar, Nina Zenik, esa Mortificadora descarada que no tenía ningún reparo en coquetear con los hombres más despiadados de los Despojos, se aseguraba de comérselos todos antes siquiera de que Kaz terminase de bajar las escaleras.

Suspiró y enterró la cara en las manos, sintiendo el áspero contacto de los guantes rozarle las mejillas. Se estremeció cuando el retumbar de la tormenta le sobresaltó, y luego se reprendió a sí mismo. Se suponía que habían vendido la granja hacía años, que la oscuridad ya no le daba miedo y que Jordie había muerto. Ketterdam se había comido al niño que vivía dentro de sí hacía mucho tiempo.

Kaz desvió la mirada hacia la ventana, donde los edificios de colores apagados se entreveían bajo la espesa cortina de lluvia que cubría la ciudad. Ni siquiera el Stave Oriental o las casas de placer más caras habían abierto esa noche, a sabiendas de que ningún turista ingenuo pasearía por las calles de Ketterdam con aquel aguacero sobre su cabeza. Kaz sintió esa furia conocida abriéndose paso en la boca del estómago y se obligó a calmarse. No podía actuar demasiado pronto. Si quería alzarse sobre el resto de los jefes del Barril y arrancarle al pavo real todas y cada una de sus plumas, tendría que esperar.

Ladrillo a ladrillo.

Repasó con detalle cada alféizar, cada saliente y chimenea, pero no vio nada especial. Sus ojos buscaban algo en la oscura noche de Ketterdam, o, mejor dicho, a alguien.

Perdiendo la paciencia, se adecentó el largo abrigo negro y se miró en el espejo destartalado del baño antes de salir de su habitación: ojos del color del café más amargo, labios fruncidos en una línea de tensión y el bastón tallado con la cabeza de un cuervo firme en su mano derecha. Todo estaba en su sitio.

Los Santos de Ketterdam (Six of Crows fanfic)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora