La Flor y la Loba

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Un pasillo de aspecto ruin y olvidado se extiende frente a la perseguidora, cuyos pasos hacen eco indómito a través de la distancia abandonada por la memoria. Recorre hasta el otro extremo, cruzando un arco decorado con figuras antaño respetadas, extendiendo su visión curtida allí donde las grietas en el techo permitían la entrada gentil del anochecer. El antiguo teatro, despojado de su gloria y de una muerte serena, abre los pasajes polvorientos ante el tacto etéreo de la perseguidora: libérame, grita con dolor, libérame de este eterno morir. Hoy será el funeral.

La vestimenta formal de la dama flotaba a través del aire muerto, emitiendo su reflejo cobalto allá donde solo restaba el lienzo polvoriento. Los cabellos blancos no perdían su tono por más que el gris consumiera cada elemento antaño precioso de aquel teatro, abandonado hace ya muchos años, en un intento desesperado por mantener aislado al demonio que habitaba en las entrañas disecadas del escenario. Todos yacían aterrados ante la idea, pero ella sabía— por sobre cualquier temor furtivo que le provocase— que aquel lugar debía ser sellado del resto del mundo.

Las viejas decoraciones y ornamentas yacían reducidas a objetos de aspecto petrificado, podía imaginar reducirlos a ceniza con tan solo alcanzarles con el dedo. Telas de aspecto precioso, glorificando nombres y lugares que ya no eran sino el anónimo bajo algunos relatos, parecían flamear sobre un mar de humo solidificado.

Alguna vez, aquel fue un lugar precioso, creado con el sacrificio de incontables obreros y arquitectos, todas personas dignas de sentarse entre las filas que disfrutarían grandiosas obras y musicales. Ese no fue el caso, como la historia anotaba con frustración, y nunca lo fue.

Quizá por eso, un día particularmente importante, una celebración a los sacrificios resultó en una tragedia. Los registros de aquellos días eran apenas rumores o balbuceos de personas trastornadas. Nada era claro, salvo una cosa: podría volver a ocurrir, porque las personas no aprendieron de sus errores.

No era el primer enfrentamiento de esa clase para la perseguidora, y aunque para algunos eso sonara como un buen augurio, para ella representaba la idiosincrasia de un mundo sin esperanzas de salvación. La obra no había sino apenas comenzado, y a saber si acabaría. Esa cortina parecía el mayor desafío con el que había lidiado hasta entonces.

— ¿Estás segura de que quieres hacer esto, Suyai? — preguntó una voz incorpórea y femenina. La expresión serena de la perseguidora no se movió ni un centímetro, caminando autoritaria sobre la decadente infraestructura.

— Es necesario. Podría hacer como tantos de mi clase, e intentar huir de esto. Pero sabemos perfectamente que ello conlleva la muerte de más inocentes, y ya en levantar este lugar fueron sacrificados suficientes. Si es que la palabra sacrificar aplica para morir por fatiga extrema, bajo miradas inhumanas de una elite miserable y patética.

— Sé que es necesario, lo sé perfectamente. Pero me preocupo, incluso con todo lo que me has demostrado. Eres mi hermana, no hay riesgo que no me suponga un martirio en el corazón cuando se trata de ti, Suyai.

— Entiendo que te sientas así, pero tu cuerpo ya no está gracias a la ausencia de una persona como yo. Si alguien, de entre todos esos supuestos héroes, hubiese valorado la vida de quienes juraron proteger sobre la suya, tú estarías viva.

— Pero no he muerto...

— Físicamente sí. Vivir a través de la sangre de tu hermana menor es su propio asunto.

— Discutimos de eso hace años, ¿no? Me prometiste que habías terminado...

— Pero siguen muriendo personas, Kuyenray. Seguimos perdiendo familias completas ante los vestigios de Ayayema, pueblos reducidos a cementerios, personas que no volverán a ser las mismas. La inocencia es un don que no debe ser derramado ni corrompido, este teatro es la prueba física de eso.

Desierto AzulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora