Entre los pilares silvestres, las pieles coronadas por hojas, nada salvo un rastro de polvo en suspensión queda atrás, cuando una sombra de ceniza recorre los valles nocturnos a pasos que invocan temor sobre los rostros de los civilizados.
A la estela de su avance en la penumbra, su carrera contra la noche, asoman con prontitud los rumores, e inevitablemente, los sollozos ciegos;
la tierra es azotada por la escala tormentosa del ciclo, esa tradición maldita y siniestra que reside eterna bajo los pliegues sangrientos de sus entrañas curtidas.
La luna corona, en llanto mudo por su laceración, al reino de pesadillas que erigirán sus retoños.
Las luces de la ciudad moderna eran todo un espectáculo, un faro de vahos nacidos del jolgorio, fuegos fatuos emitiendo el augurio de sus avances a través del cielo nocturno, empujando lejos en su conquista a las estrellas; los astros se fueron a morir a un rincón de sus ojos, de los ojos del mundo, puesto ya nadie los recordaba ni apreciaba. Ni siquiera sus antiguos admiradores y amantes, sus valerosas e indomables mentes pensantes, los científicos, se molestaban en buscarlas en las fronteras del cosmos.
Incluso los grandes inventores se vieron conmovidos por el fragor de sus orgullos, ese que se apagó cuando las teorías fueron validadas, cuando las incógnitas fueron ejecutadas: los cadáveres de la vulnerabilidad fueron trozados y esparcidos por el mundo, enterrados como simples cúmulos de materia muerta, antes de que lloviese una brizna de sal sobre sus camposantos invisibles. La ciudad moderna brillaría por siempre, sería objeto de admiración por siempre, otorgaría los milagros de sus ciencias por siempre. Sus avenidas, decoradas de paso en paso por faroles inmortales, serían una antorcha serpenteando sobre la bruma de la medianoche, para siempre.
La única que se sostenía indómita por sobre todos los milagros de las ciencias, inalcanzable por las tecnologías que repugnantes y egoístas deformaban la carne de la tierra, era la pupila de plata que vigilaba desde los montes celestiales. La Luna era testigo del inmisericorde progreso, observadora doliente de los descubrimientos, y lo había sido desde hacía cientos de años. Si en un comienzo asumió que nada ocurriría, se llamaba una imprudente al reflexionar sobre el pasado, sobre la antigua era, cuando había todavía espacio para la modesta reunión.
Pero ahora, erguida sobre el balcón estelar, sólo podía intentar cosechar aceptación, resiliencia, ante sus niños perdidos en la superficie; ya el mundo había sido distorsionado, y los antiguos medios para comunicarse habían sido extintos: sólo quedaba rogar, sosteniendo en sus manos de ceniza astral una esperanza ciega, para que supieran acabar con ello. Con todo aquello.
Esa noche en particular, la ciudad yacía a oscuras. Desde la distancia, como si se tratase de una obra creada por la somnolencia, apenas se pueden notar los contornos de los edificios de la revolución, y las maquinarias emiten sus vapores sin forma alguna de supervisión, mientras la lluvia desciende sobre aleros y pórticos que no protegen a nadie. La gran avenida principal, la gloriosa serpiente de luz, recorrido siempre vestido por la exuberancia turística, se encuentra solemne y descuidado: astillas recorren los pasos de una acera a la otra, las plantas y arbustos se encuentran esparcidos y agónicos sobre los escaparates y las bancas, mientras los vidrios rotos finalizan el lienzo de la consecuencia imprevista con destellos lánguidos.
Los pasos de la joven hacen eco en el mundo, ecos que gozan de un inmenso y estrambótico silencio, expandiendo sus dominios allá lejos donde solo quedan sombras escuálidas. Gotas de lluvia descienden con crueldad sobre el cuero de su abrigo, corriendo impávidas desde el cuello hasta arrojarse desde la cola seccionada en dos, mientras su sombrero apenas puede sostenerse de una pieza ante el asedio de las nubes. Cierto, piensa, ¿qué nubes? Hoy no hay nubes, ni esta lluvia desciende de la atmósfera.
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Desierto Azul
De TodoTras despertar en una extraña casa en medio de un infinito desierto, un hombre llamado Jakob se ve sorprendido por la falta de conocimiento sobre sí mismo. Sin embargo, no está solo. Una mujer desconocida lo recibe, y le hace saber un par de cosas:...