capitulo VIII

264 38 9
                                    

Las ventanas crujieron ante el fuerte viento. Cada vez se encontraban más cerca de la tempestad con el paso de las semanas, haciendo que la tarea de ir a por más leña se volviera algo cotidiano.

No volvió a escaparse desde la última vez en la que su madre le exigió que se defendiera de una vez por todas. Tal vez fue el pavor a la golpiza que se llevaría si es que se cruzaba con un grupo que lo viera como un objetivo fácil, o simplemente la necesidad de no avergonzar más a su mamá. Sea cual sea la razón, no puso un pie fuera de casa a menos que la mayor se lo ordenara. 

Suspiró con aburrimiento apoyando el libro sobre su regazo, abndonandolo con desinterés. Le gustaba la lectura, pero ya no sentía ganas de releer los mismos párrafos de siempre.

Miró con impaciencia tras él cristal a las sucias calles. Esperaba la llegada de Eileen, ansioso por pedirle que le muestre algo nuevo; tal vez uno de los ejemplares que mantenía bien seguros y lejos del alcance de sus infantiles manos. 

– ¡Severus!– gritó desde la entrada la mayor, cerrando en un sonoro golpe la puerta de madera. 

Dejó el libro de lado y corrió hacia su madre, notando enseguida como su mirada estaba más oscura que de costumbre.

– ¿Si, mamá?

– Ve a jugar afuera. Vuelve dentro de un rato.

La pelinegra caminó con apresuro hacia la cocina, balanceado el básico vestido de mangas largas. 

– Pero hace frío.

– Lleva un abrigo entonces, no lo sé– contestó elevando sutilmente el tono de voz, cerrando los ojos por tres cortos segundos antes de soltar el aire de sus pulmones. 

– Pero…

– ¡Severus!– rechistó volteando su cuerpo hacia su hijo, apaciguando la mirada al darse cuenta del sobresalto que le causó al menor– Sev, necesito que salgas un momento. Lleva un abrigo y ve a jugar como sueles hacerlo ¿Si? 

El pequeño tragó saliva y desvió la mirada, deseando que su madre no le mandará fuera de casa. El frío no era el problema, pero la posibilidad de toparse con los chicos…

– Mamá...– suplicó con la mirada.

– Ahora, Severus. Vamos, ve.

Asintió al notar la dureza en los gestos. Con lentitud fue a su cuarto, sintiendo los penetrantes ojos sobre él. Apenas tomó el abrigo y se lo colocó fue empujado con delicadeza por la espalda para que avanzará más rápido hacia la salida.

– Con cuidado– indicó, acariciando su cabellos a modo de despedida, entrando rápidamente a la casa y cerrando la puerta tras ella.

Mordió su labio con nerviosismo, comenzando a caminar hasta las fronteras para ingresar al bosque como normalmente hacía. Deseaba con fervor, Dios lo escuché, no toparse con nadie.

Ya había pasado un tiempo, y se encontraba agradecido porqué no fuera tan malo como creyó que sería.

Aún cuándo no logró encontrar rastros del viejo zorro, pudo vagar tranquilamente a través de los árboles, observando como los pájaros volaban sobre él de vez en cuando o sentándose sobre troncos podridos que cayeron hace tiempo. 

Ningún rastro de adultos u otros niños.

Sonrió cuando en medio de la caminata logró vislumbrar una de las flores que su madre le enseñó en uno de los cuántos libros que tenían en casa. 

Lamium maculatum– recordó, acercándose a verla con más detalle– ortiga muerta.

un pecado. // canceladaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora