capitulo I

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Un grito llenó cada hueco en la mansión Black, agudo y desgarrador.

No podía creer lo horrible que era esa sensación, sentía como si alguien estuviera desgarrando su vagina con garras ardientes. Realmente embargaba la idea de que su partera le estaba rompiendo para darle paso a su bebé.

– ¡Deja de abrirme con tus uñas!– sollozó con desespero.

– Señora, no la estoy tocando– aclaró preocupada la mujer. Pero la pelinegra la ignoró, o más bien ni siquiera tomaba conciencia de que hubiera alguien más ahí. Sólo estaban el dolor y la presión.

Sabía que una mujer controlaba su temperatura con paños mojados a su izquierda. También que otras dos más se encontraban allí dentro. Pero para que necesitaba de tantas inútiles si no podían calmar aquel infernal ardor.

Pasaron horas, días, minutos; no importaba, el tormento no paraba ni un segundo.

Fué luego de un tiempo hasta que por fin el llanto de la madre fue acompañado por otro más débil y molesto.

Su hijo había nacido, pero el dolor continuaba en su cuerpo. Respiró como pudo y gritó juntó a su bebé. Más tarde sintió como si pudiera respirar una vez más.
Todo el lugar olía a sangre y vainillas, Propinandole unas náuseas que no retuvo, terminando por ensuciar el piso.

– ¡Señora Black!– corrió rápido una de las mujeres a su lado, a la cual ignoró. Ella quería a su bebé.

La Castaña entendió rápido que no obtendría una respuesta, no hizo otro comentario ni gesto hacía la mujer de la casa.

Walburga giró el rostro buscando a su cría; le molestaban los cabellos pegados a la cara, al igual que la humedad en todo su cuerpo, pero necesitaba verlo.

El llanto continuaba con dolor y creyó sentir un nuevo malestar en el estómago; pero se recompuso tan pronto lo tuvo en la mira. 

La partera de encargaba de limpiar con cuidado el diminuto cuerpo del recién nacido, manchando el agua de rojo por la sangre. Cubrió con maestría otorgada por los años las extremidades del bebé con paños.

Era tan pequeño.

Se lo entregaron en una manta a su alrededor, rebelando cuan delicado era. No lo describiría como hermoso ciertamente, pero era suyo, era su niño.

Lo arrulló para callar los gritó y se sorprendió ante el cálido sentimiento que le produjo aquello.

– Sirius… mi Sirius…

– Ahm ¿Señora Black? ¿Desea que llamemos al señor?– preguntó una de la mujeres, era rubia con un rostro que evidenciaba años de cansancio y pesares.

La pelinegra no apartó la vista de su hijo.

– Señora…

– Cállese– ordenó exhausta, su semblante se encontraba enrojecido y ojeroso– Llamen a mi marido.

Sabía que Orión quería estar presente desde el minuto cero, pero ella lo echo con maldiciones y chillidos.

– Si, señora– está vez habló la castaña. Aparentaba ser la más joven de entre todas.

Las mayores permanecieron dentro moviendose de aquí para allá, acomodando trapos, abriendo cortinas y ventanas para iluminar mejor, cambiando continuamente los paños para la señora de la mansión. Cosas insignificantes para ella.

– ¡Wals, amor!– entró con pasos rápidos directo a su cónyuge.

– Silencio Orión.

El hombre ignoró la queja de su mujer y corrió para encontrarse con la imagen más descuida que alguna vez pudo tener la pelinegra.
Le acarició la frente dos veces, apartando los mechones sudados de la frente y susurrando cortas palabras de consuelo. En pocos minutos la frágil existencia del primogénito se encontraba en brazos del Mayor.

Era rojo y pequeño, una cosita débil y dependiente. El orgullo que Orión sintió en su pecho fue inmenso. Su hijo.

Protegiendo el cuerpo con sus brazos, dando una última mirada a su esposa, se retiró del cuarto, ignorando a las mujeres que ayudaron a traer a su hijo al mundo. Muy dispuesto a presentar con mentón en alto al heredero del apellido, que con tanto esfuerzo agrando, a sus colegas que esperaban con copas dentro de uno de los salones contínuos.

Walburga, con su apariencia desdeñosa y amargada, observó con molestia como su esposo se alejaba de ella con su niño.

– Imbécil– susurró, sintiendo los paños ser cambiados y el aire correr con mayor libertad.

Esas fueron las últimas palabras de la mujer antes de caer rendida. Por otro lado los Victores y brindis explotaron en el salon continúo.

...

En otra casa, dónde la mano de dios no protegía a los inválidos y devastados, Eileen acariciaba su vientre, prometiendo amor y seguridad en silencio. Esperando pacientemente la llegada de su marido.

...

Nueva historia.

Señalen si hay algún error de ortografía. Puede que no lo haya notado.

Besos, personitas.

un pecado. // canceladaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora