capitulo III

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Lo mejor de su día era aquel momento, cuando podía escaparse de casa sin que sus padres se dieran cuenta y ver a su compañero que nunca lo juzgaba, un zorro de pelaje oscuro.

El único modo de localizarlo era adentrándose en el bosque, por la entrada cercana a los barrios bajos dónde vivía. Solía encontrarlo en pocos minutos y verlo descansar sobre las hojas y la mugre o incluso devorando la carne de algún animalito.

Era similar a él, delgado y solitario, por eso le caía bien. Por eso y por el hecho de que no tenía a nadie más con quién ir. No al menos de su edad y sin rencores hacia él.

...

Caminaba lento, apretando sus pequeños brazos contra el pecho en busca del calor que era robado por la baja temperatura del día. Sus ropas tampoco eran muy útiles, de costuras viejas y gastadas, pero era muchísimo mejor que nada.

A poco menos de diez minutos caminando se encontró con el sucio animal; tenía barro en sus patas y sangre en el hocico. Le dedicó una suave sonrisa y se sentó a unos pocos metros, viendolo terminar de comer lo que parecía ser una rata.

– Hoy mamá me dijo que podíamos leer un poco– murmuró al animal, sin que esté se molestará en mirarlo, muy concentrado en acabar hasta la última pieza del roedor– Seguramente leeremos el cuento de Azriel.

No le gustaba la historia de aquel duque. Le parecía absurdo el pensar que algún hombre sacrificara una vida de lujos por amor y aventuras. Simplemente era ridículo, y más para un niño que envidiaba la vida del patriarca desertor.

Apretó los labios con fuerza y restregó sus manos contra ambos brazos, provocando un leve calor por la fricción. Levantó la mirada y vió como el zorro ahora caminaba hacia él, observándolo con el mismo salvajismo de la primera vez que lo descubrió. Acto seguido se acercó hasta llegar a sus pies y recostarse a su lado.

Severus sonrió débilmente y se quedó callado, disfrutando de la brisa sobre su rostro y los cantos de algunos pajarillos. Al menos hasta que creyó oír pasos de alguien cerca. No era algo nuevo, a veces los adultos caminaban en busca de cazar algún pobre animal u otras veces, la mayoría, eran niños que se introducían para poder jugar.

Sea cuál sea, el animalejo no dudó en correr, perdiéndose entre los árboles y arbustos.

Él también hizo lo mismo, sacudiendo su abrigo y trasladándose lentamente hacia los árboles que lo guiaban a su casa.

Pero de pronto las risas se escucharon fuertes cuando una piedra lo golpeó en el brazo.

– ¿Sucede algo, marica? ¿Algo te duele?– rió un niño más alto y grande que él.

– ¿Es que te hicimos daño?– resopló otro niño, está vez mas delgado y pasándolo por apenas pocos centímetros.

Severus sabía lo que se venía. Sin importarle mucho el dolor en su brazo izquierdo comenzó a correr cuando vió como los niño tomaban otras piedras del suelo.

– ¡No corras cobarde!– le gritaba más y más fuerte el niño pecoso, lanzando con fuerza otra piedra que logró atinarle en la espalda.

– ¡Agh!

Aún con el dolor persistente corrió tanto como pudo, utilizando los árboles como escudos hasta perderlos.

Cuando no pudo verlos a simple vista se escondió entre unos arbustos cerca de algunos troncos de aspecto podridos, intentando calmar su respiración y luchando contra las ganas de llorar a causa del dolor.

–¡Sólo eres una puta rata! ¡¿Me escuchaste, marica?!– oyó la vos de uno de los chicos, percibiendo que ya se encontraba lo suficientemente lejos como para relajarse.

Las lágrimas seguían queriendo salir, pero él no se dejaría, no era un llorón.

Entonces tomando valor, salió del refugio de plantas y se guío como pudo hasta las afueras del bosque. Era una suerte que no fuera su primera vez en el, sólo faltaba que se perdiera y nunca más pudiera salir.

Cuando por fin logró sacar sus pies del territorio de los animales, la lluvia había comenzado a caer. Nada más grave que varias gotas molestas, pero para eso servía la capucha.

Caminó por medio de las casa y entré el frío hasta encontrarse con su modesto hogar.

Tragó en seco, seguro de que sería reprendido por su mamá. Antes de entrar suplicó por sus adentros que su padre no se encontrase allí.

Cuando abrió la puerta, escuchó como corrían hacia su paradero.

– ¡Severus, por Dios! Me tenías preocupada ¿No entiendes que no puedes escaparte cada que quieras?– rechistó mientras enterraba sus cortas uñas en los débiles brazos de su hijo por encima de las ropas.

– Lo siento mamá…– susurró avergonzado, sin mirar los ojos de su madre y más concentrado en los zapatos viejos que está llevaba.

La mujer frunció el entrecejo y lo miró con detenimiento antes de soltar un suspiro.

– Eso ya no importa, ve a cambiarte y seca esa ropa mojada– soltó con resignación. Eso sólo provocó más vergüenza en el niño.

Mientras que él se dirigía piso arriba, la mayor miraba con molestia las huellas de barro que su hijo dejaba en los tablones de madera. Ya estaba cansada, pero debía de limpiar eso rápidamente.

Severus entró cabizbajo al cuarto, estrecho y casi vacío.
Se sacó las ropas mojadas y las extendió sobre una silla que mantenía al borde de su cama, donde a veces su madre iba y leía uno de los libros que tenían.

Ya cambiado marchó a dónde se encontraba la pelinegra, las pisadas embarradas ya no se encontraban y su madre permanecía sentada delante de la mesa.

Esté la miró y apretó sus finos labios resecos– Lamentó haberte preocupado, mamá…

– Ya no repitas más disculpas, Severus– le calló, levantado una manos fastidiada– Tienes suerte de que tú padre no haya vuelto aún.

El pequeño sólo bajo la mirada apenado. No le gustaba molestarla, pero no sé daba cuenta de cuando la decepcionaba.

Eileen centro la vista en su primogénito y suspiró cansada. Era algo cotidiano que su niño saliera a escondidas, pero no por eso era correcto y menos con la temporada de invierno comenzando a circular.

– Severus– pronunció la mujer con cariño, sosteniendo su rostro con una de sus pálidas manos– Hijo mío, sabes que te quiero.

– Sí mamá…

– ¿Qué te parece si practicamos mientras tu papá se encuentra trabajando?

Aquello pareció iluminarle los ojos; saliendo disparado en busca de uno de los libros que su madre utilizaba para enseñarle con auténtica emoción.

La mayor rió suavemente, desviando la mira hacia la ventana del cuarto.

¿Tobias, dónde carajos estás?– Se preguntó la pelinegra, escuchando como su hijo corría de regreso con el libro del que tanto se quejaba "la decisión de Azriel".

un pecado. // canceladaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora