Umbrales/Encarnación de Kali en las entrañas de Buenos Aires

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Buenos Aires es una ciudad cosmopolita, y como tal, en ella puede suceder, y de hecho sucede, de todo. Aún así uno nunca se imagina que ese "de todo" pueda ser tan real y, que pueda uno ser víctima de tal circunstancia. El relato que prosigue es un ejemplo más que claro de la universalidad de esta ciudad.

Iba de paseo con un grupo de amigos y con una de mis hermanas. Caminábamos y conversábamos de distintos temas. Estábamos en el San Martín de mi adolescencia, específicamente en la avenida Tres de Febrero y el boulevard. Por aquel entonces, en aquella zona había tres discotecas y un afamado café concert. Recuerdo que me cargaban porque había adoptado la costumbre de usar botas de cuero. Yo, retrucaba diciendo que las mismas eran más fáciles y rápidas para calzar y que esta cualidad, en algún momento, me iba a salvar la vida.

No sé por que razón, decidí abrirme del resto del grupo. Caminé entonces hasta la estación San Andrés del ferrocarril Mitre, y me fui a Retiro. Al llegar a Retiro crucé la avenida Libertador, luego atravesé en diagonal la plaza San Martín y me encaminé por la calle Florida. Cuando estuve en la primer cuadra de la mencionada calle miré la hora. El reloj acusaba las 22,30 hs. Era costumbre mía de aquellos años (mala costumbre) el no preocuparme por el horario de regreso a mi casa. Si se me pasaba el último colectivo, me quedaba a dormir en la casa de algún amigo, por lo general en lo de Husiy. O, en su defecto, en algún hotelucho de mala muerte.

Recorrí todo el centro de la ciudad, tomé algo en un bar, disfruté los espectáculos callejeros, y entablé conversaciones comerciales con "ciertas chicas" que deambulaban por allí. Atento a la carencia de responsabilidades conyugales, a la urgencia de mi juventud y contradiciendo las estrictas normas en las que había sido educado, sucumbí a la romana tentación bajo los influjos de dos de esas herederas de Venus.

Como un "guapo", caminé varias cuadras con las dos jóvenes del brazo, ante la admiración y envidia de muchos de los que nos cruzaban. Pues las mujeres que me acompañaban ostentaban de una belleza sin igual, casi exótica, en sus ojos podía percibirse cierto aire hindú.

En una esquina nos topamos con una monja quien por su mirada de desaprobación me dio a entender que sabía que íbamos a pecar. Luego comprendí, lo que en realidad perturbaba a la hermana no era el pecado carnal en el cual incurriría yo, sino las intenciones de mis acompañantes que eran mucho más oscuras y pecaminosas que el simple desenfreno sexual. Intenciones que no sólo eran inherentes a mi cuerpo y mi vida, sino que podrían afectar mi alma y la trascendencia de la misma.

Luego de unas pocas cuadras entre risas y besuqueos un tanto obscenos, en la esquina de Lavalle y Florida doblamos en dirección al micro centro. En ese instante, la excitación, la hora y el cansancio me jugaron una mala pasada. Sentí que mis pies flotaban, perdí el control del rumbo, y como oveja al matadero fui yo guiado a través de un oscuro corredor hasta una pieza, de extraña decoración que ostentaba la terrible imagen de alguna Diosa pagana, justo en la cabecera de una cama de exquisito y refinado estilo. Había además representaciones alegóricas al Kama-sutra.

No pude dejar de notar esas imágenes, como así tampoco pude no mencionar que me parecían, más que eróticas, religiosas. La única respuesta que obtuve fue el silencio de las mujeres. No me sentí incómodo ya que se estaban preparando para darme placer. El placer carnal de los dioses paganos.

Una de ellas encendió unos sahumerios, oscureció la habitación que luego iluminó con velas y encendió un grabador con una suave música de cuerdas y flautas; entretanto que la otra me entretenía con besos y me convidaba de una bebida un tanto amarga. La situación llegaba al extremo de la pasión, el erotismo y la locura.

En la penumbra reinante, mi cuerpo brillaba pálido, y mis ojos se perdían en la verde esmeralda reflejado por los cuerpos de mis amantes. Me recostaron y con la candente suavidad de sus manos comenzaron a acariciarme, a recorrerme. Yo casi no era dueño de mi cuerpo, estaba como adormecido; pero no lo suficiente. En un momento un escalofrío recorrió mi espalda y sentí que algo no estaba bien para mí. Fue en ese momento que me di cuenta de lo que sucedía...

El placer y la armonía reinantes se convirtieron en tragedia. Miré hacia la estatua y ésta brillaba en un intenso rojo, advertí que sus ojos se movían justo a tiempo para liberarme de las ataduras que a mis pies y manos intentaban realizar esas malditas prostitutas. Di un grito y reconocí a Kali en la imagen pagana, ya que sus brazos y piernas se multiplicaron. Una de las mujeres, la que estaba en la cabecera de la cama, al ver que no podía sujetarme, sacó un cuchillo que se hallaba escondido debajo de la almohada.

Kali se bajó del pedestal ya con cuerpo humano e intentó sujetarme de los cabellos al tiempo que ordenaba a sus devotas mi sacrificio. La desesperación y el instinto de supervivencia me dieron una fuerza sobrenatural. Pateé y me sacudí hasta liberarme. Las mujeres estaban atontadas y torpes, tal vez por estar en trance, y el demonio (o la Diosa) se entorpecía por sus múltiples extremidades. Me escabullí corriendo entre las tres alrededor de la cama mientras me subía los pantalones.Desde arriba de la mesa salté a la cama, me senté en ella, rápidamente calcé mis botas de cuero y entre golpes, empujones y tirones me abrí paso hasta el corredor. Las mujeres salieron en mi caza, desnudas como estaban. Kali llegó hasta la puerta de entrada y las otras siguieron tras de mí.

Al llegar a la calle, Florida hervía de oficinistas rumbo al trabajo. Corrí entre ellos como si fuera un demente. No quería mirar atrás. En la esquina de Lavalle tropecé y caí al suelo. Desde allí, entre las piernas de los transeúntes, distinguí a mis perseguidoras. Entonces corrí, corrí y corrí. En la última cuadra de Florida (o la primera), frente a la plaza me detuve exhausto. La adrenalina me hacía temblar. El estupor me invadió y tuve notorias ganas de llorar, hecho que no pasó desapercibido, ya que no faltó el comentario de un transeúnte acerca de una posible adicción a las drogas. No contesté la injuria.

Vi mi rostro reflejado en una vidriera, estaba transparente. Mi aspecto era peor que deplorable. Luego de unos minutos (u horas) un poco más tranquilo, bajé por la plaza hasta la estación. Saqué boleto hasta San Martín y me embarqué en la formación ferroviaria, rumbo a mi casa.

Nunca comenté de esto ni una palabra a nadie.

Todavía hoy, transcurridos más de diez años, siento miedo al pasar por la esquina de Florida y Lavalle.

Narraciones y vivencias de un hombre que cree que estuvo soloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora