La hora del té

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Hace ya rato que Asra espera. Su nariz está colorada, y de su boca salen largas nubes de vaho. Los copos de nieve caen sobre su cabeza confundiéndose con los rizos de su pelo. 

Tan raro como es que nieve en Vesuvia, este invierno lo ha hecho. Por las calles se escurren montañas de nieve y barro, haciendo un lodazal. El sol está alto en el cielo, pero no derrite la nieve ni calienta a nadie. La mayoría de los canales están helados, y los gondoleros lo tienen difícil para ganarse unas cuantas perras. 

Asra tiene los pies fríos y entumecidos. Las bambas que calza no son lo mejor para esperar con ellas hundidas en la nieve. Pero no le importa. Él solo aguarda. 

Por fin, el frutero se detiene a charlar con un comprador. Parece que se conocen. El frutero sale su puesto, dando un rodeo, y frotándose las manos enguantadas saluda al recién llegado. Le da una palmada en la espalda; ambos sonríen. 

Asra también sonríe. Sale de su escondite, tras la esquina, y comienza a caminar ignorando las punzadas de frío que le muerden las piernas. Esconde sus enrojecidas manos bajo sus axilas, tratando de calentarlas. Agacha la cabeza al pasar junto al puesto de frutas, y ni el vendedor ni el comprador parecen prestarle la más mínima atención. Sigue caminando, a buen paso, como antes. El corazón le late fuerte dentro del pecho. 

Las nubes de vaho que salen de su boca se hacen más abundantes cuando ve la esquina de la calle a pocos metros. En cuanto la alcance, echará a correr. 

Pero unas voces hacen que empiece a correr antes de lo esperado: 

"¡Eh, tú! ¡Tú, niño, ven aquí! ¡Que te he visto!"

Asra gira la cabeza un momento. El frutero se aproxima hacia él como un toro dispuesto a embestir. 

Asra reacciona y corre frenéticamente calle arriba, torciendo la maldita esquina. Se escurre con el hielo sobre los adoquines; a punto está de caerse. Pero se endereza como puede, y sigue corriendo a todo lo que le dan las piernas. 

"¡Al ladrón! ¡Al ladrón!" gritan a su paso.

Llega a la zona de las herrerías. De los talleres hundidos en la piedra de las casas sale un húmedo calor; también nubes de humo. Asra los ignora por completo, subiendo los peldaños de las escaleras de dos en dos. Las manzanas que ha robado se tambalean en el interior de su camisa y le golpean en la piel, pero eso también lo ignora. Si le pilla la Guardia...

Esa zona de la ciudad apenas la conoce. Él siempre ha vivido en otro Distrito, y las calles se le antojan angostas y hay muchas curvas. Muchos recovecos. Y muy pocos sitios donde esconderse. 

Asra se topa con una pared a la entrada de un callejón. Los ojos se le llenan de agua por el viento, por el frío, y por su destino inminente. 

"¿Asra?"

Una voz que no sabe de qué conoce le llama. Asra alza la cabeza en todas direcciones buscando su procedencia. Al fin, una mata de greñas negras se asoma por un hueco en el tejado. 

"¡Muriel!" Asra sonríe con todos los dientes mientras su pecho sube y baja rápidamente. 

"¿Te siguen?"

Asra asiente frenéticamente. 

Muriel asoma todo su cuerpo por el hueco en el tejado y le ofrece sus brazos al niño, que los toma rápidamente. Muriel tira de su cuerpo, que no pesa nada, hacia arriba. El eco de los pasos que seguían a Asra se amplifica al llegar estos al callejón. El frutero y un par de hombres más se detienen, observando al ladrón y a su compañero. Asra y Muriel se quedan inmóviles, observando también a sus perseguidores. 

MurielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora