Prólogo

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Una tormenta veraniega había dado paso a calles silenciosas, pues la mayoría de personas se encontraban en sus casas, disfrutando el sonido de fondo y la tibieza del hogar

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Una tormenta veraniega había dado paso a calles silenciosas, pues la mayoría de personas se encontraban en sus casas, disfrutando el sonido de fondo y la tibieza del hogar.

Leo, de ocho años, se divertía jugando con la DS que le habían regalado hacía unos meses por su cumpleaños, mientras que sus padres veían la televisión en el sofá.

Leo siempre había sido un chico solitario, no porque fuese excluido, de hecho, era un niño totalmente agradable, pero prefería el silencio y su propia compañía. Sus padres estaban bastante preocupados por ello, ya que a una edad tan corta, disfrutar de la soledad era, cuanto menos, extraño. Habían hecho mil y una cosas para intentar que su pequeño consiguiera aunque fuese un amigo.

Todos los intentos fueron en vano.

A veces era tan serio que asustaba a los demás infantes. Y eso a Leo, más que doler le fascinaba. Había sido invitado a innumerables fiestas de cumpleaños, y a ninguna había asistido. Con el paso del tiempo, sus compañeros de clase habían aceptado que ese chico no iba a formar parte de sus vidas, por lo que las invitaciones dejaron de llegarle. Nadie se paraba a hablar con él y cuando tocaban trabajos grupales estaban conscientes de que el chico haría su parte en absoluto silencio.

Leo estaba pasándose una pantalla difícil del Super Mario Bross, cuando el timbre sonó a lo lejos. Iba a ignorarlo cuando escuchó a su madre gritándole a su padre.

—¡Cariño, ven rápido!

Leo se puso de pie y bajó trotando por las escaleras. Vio a sus padres arrodillados frente a la puerta de entrada, cosa que le hizo fruncir el ceño.

—¿Cómo le han podido hacer tal cosa? —decía su padre cuando él estaba ya a centímetros, tratando de mirar sobre sus hombros.

—¿Mamá? —llamó.

Su madre se dio la vuelta y pudo ver lágrimas acumuladas en sus ojos. Leo abrió los ojos alarmado y se acercó más.

—No pasa nada, hijo.

Lo tranquilizó, pero el niño seguía teniendo curiosidad y se alzó más, divisando una caja empapada y una bola de pelo que parecía respirar débilmente.

—¿Es un gato abandonado, mami? —murmuró.

—¿Por qué no vas a por unas toallas para que podamos secarlo? —pidió su padre, evadiendo la pregunta.

Leo obedeció de inmediato, y cuando estuvo de vuelta en el pasillo vio que la puerta ya estaba cerrada. Se encaminó entonces al salón donde su madre tenía a la pequeña criatura tumbada en el regazo.

Mæw (Leo & Fiat)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora