Capítulo VII: En el bosque

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El bosque

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El bosque. Un lugar oscuro, difamado por todos aquellos, que aún creen en el bien y el mal, como un ente aparte de la condición humana. Considerado una especie de portal a otra realidad más aberrante y no tan empírica, a las lucubraciones de los lugareños.

The Rock, presta la atención justa a las voces radiofónicas, del canal, de la policía. Aún no les alcanzarán. Han perdido la pista unos instantes, hasta que todas las alarmas saltaron tras la explosión, seguida por el incendio que redujo a cenizas el bar de carretera, consumiendo todo lo que llega a alcanzar y convirtiéndolo en cenizas.

Si sus cálculos no fallan, deben estar cerrando el ratio de búsqueda y captura tanto por el norte, como por el sur, para hacerles una encerrona. Piensa en lo ilusos que pueden llegar a ser, si creen que se dejará atrapar de nuevo, tan fácilmente.

El resto del trayecto, su mente vuela entre las llamas, entre el delirio de la incineración del enorme cuerpo del viejo Roy y todo lo que fue ese antro de mala muerte para el cadáver. Sus sueños, sus metas, sus largos días y noches, encerrado en su pequeño paraíso personal, convertido en cárcel, entre una barra oxidada y unos fogones demasiado usados hace tiempo atrás, acumulando mugre año tras año.

Los cristales de las ventanas estallando, en miles de millones de minúsculos pedazos, la sensación de una caja olvidada, con vistas a ningún lugar, ardiendo por dentro. Las llamaradas con esos colores tan vivos y cálidos que le otorgan una paz interior difícil de explicar, el humo gris y negro, impregnando el aire del bosque, los gritos que en su cabeza se reproducen con el tono de voz exacto de la llamada mortuoria, provocando en él un regocijo desmesurado. Y el olor putrefacto que le acompaña día a día, hora a hora, minuto a minuto que tan sólo es mitigado por el de la gasolina y las llamas, al tragarse todo a su paso.

Ese espectáculo, se reproduce a cámara lenta en su cabeza. Duda que los demás sepan apreciar el sonido del material siendo devastado por las llamaradas, o el aroma peculiar de los segundos antes del caos. Lo que comenzó siendo el sueño de un pequeño saco de mierda, vapuleado y ultrajado hasta la saciedad, se ha convertido en una necesidad que le empuja a tener su dosis de piromanía sólo para sentir que vuelve a respirar y a caminar entre los vivos.

—No... El el bosque no... no, no, no...

La mujer solloza, aterrada, con los ojos bien abiertos, observando cómo se adentran en el camino de Black Hills. Su corazón palpita más rápido de lo que su organismo puede soportar. Al borde del colapso, cae rendida tras la lucha contra las cuerdas que la mantienen atada de pies y manos.

—¡Puta histérica! ¡Cierra la jodida boca! —Doce, le propina un culatazo* en la sien con el arma y ésta cae desmayada en su asiento, formando un ángulo extraño con la cabeza. —¿Por qué cojones no puedo meterle un tiro y lanzarla del coche? ¿¡Eh!? ¡Qué alguien me lo explique!

—Guarda tu idea de mierda para otro momento y deja de jugar. Es un rehén.

—Si me la jugáis, juro que...

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