Libro 1. Pequeñas Mentiras. Capítulo primero.

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                                            CAPÍTULO 1. 


Dicen que se puede vivir toda una vida sin encontrar el amor. Entonces supongo que debo de sentirme muy afortunado, porque desde que supe que las mujeres existían de una forma diferente a la que veía yo a mamá, encontré a aquella con la que supe que quería pasar el resto de mi vida: Adriana. La chica con la que  me encontraba viendo como el sol se escondía, dibujando esas tonalidades anaranjadas en el cielo momentos antes de ocultarse por completo. Nuestras bicicletas estaban  juntas, detenidas en una roca. Nosotros detrás de una mata de frondosas yerbas, unidos sin la menor intención de querer separar nuestras lenguas, bueno, al menos yo no.

Cada vez que intentaba avanzar en el misterioso y prometedor camino del amor, ella encontraba la forma de bloquear mis negras y perversas intenciones, entonces mis ganas se topaban de frente contra los enormes cerros de cal que teníamos a la vista en aquel paraje abandonado, a las afueras de nuestra pequeña ciudad.

Mientras nuestros labios se conocían mejor que nunca y nuestras lenguas comenzaban a juguetear, empecé a idear cómo dar el siguiente paso. Comencé a subir lentamente mis manos desde su cintura, pasando a través de sus costillas, rozando la tela de su suéter color negro, tratando de acercarme cada vez más al hermoso arco que formaban sus senos. 

Lo bueno de nosotros es que teníamos un pasado juntos.

 —No te importa que haga esto ¿verdad?—dije mientras tocaba sus senos por encima de la ropa.

Ella reaccionó con un respingo, como si tocarla así le hubiese provocado cosquillas, pero la conocía lo suficiente para saber que en vez de cosquillas había sentido nerviosismo.

Instintivamente nuestros labios se apartaron.

Lo malo de nosotros es que teníamos un pasado juntos:

—¿Recuerdas cuando veníamos las primeras veces a rodar en bicicleta? Aún no éramos novios, íbamos a la primaria.

—¿Primaria?—dije con cierta ofensa e incredulidad que se podía reflejar en mi cara, pero que ella no notó o fingió no notar.

—Siempre íbamos colina abajo, yo con miedo, aferrándome a los frenos cada vez que sentía que iba muy rápido, pero tú te dejabas deslizar a través de la ladera como si te sintieras el niño más libre e indestructible de todos.

—¿Lo dices para distraernos? —le decía mientras volvía a la carga, besándola de nuevo. No me iba a dar por vencido tan fácilmente.

—¿Distraernos?— preguntó con cara de no saber a qué me refería.

—Sabes de lo que hablo—y dije besándola de nuevo—: me conoces, te conozco, tenemos dieciséis años y llevamos año y medio juntos.

—Año y ocho meses... —corrigió ella.

—¿Entonces qué sucede?

—Es que, si no nos detenemos ahora, no podremos después. 

—¿Y si no paramos? — dije introduciendo mi lengua en su boca.

De pronto volvió a hacer uso de su mejor habilidad. Lo hizo con una destreza que pocas veces le había visto: apagar el fuego del momento cambiando súbitamente de tema.  Supe que era completamente inútil continuar por ese camino, al menos aquella tarde; como también comprendí que si una mujer dice «no»,  no hay forma de hacerla cambiar de opinión. La dejé continuar con el romanticismo y la ternura que a ella tanto le gustaba. ¿A quién quería engañar? Yo también disfrutaba de esa ternura, sabiendo que tenía a mi lado a la novia más inteligente y guapa del mundo, y que aparte me quería. De «lo otro»  ya me ocuparía después. Si es cierto que el hombre sólo llega hasta donde la mujer tiene ganas, ya me ocuparía de despertarle esas ganas.

Buenos muchachosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora