Ya en casa traté de marcar por teléfono a la suya y también al celular que sus papás acababan de comprarle y que casi nunca traía consigo. En ningún lado obtuve respuesta. ¿Iba a querer terminar conmigo? Rechacé la idea al momento. Si, lo que había hecho estaba mal, pero no era nada que no pudiéramos superar juntos. Lo arreglaríamos juntos, igual que siempre, igual que cada obstáculo que nos había tocado vivir.
Mis papás me sacaron de mis pensamientos. Al llegar a casa quedaron horrorizados por el enorme desastre que encontraron: la cera de las velas aromáticas hecha piedra sobre algunos de los muebles, un tazón de frituras con salsa seca y envolturas tiradas en el suelo de la cocina, libros regados y comida echada a perder que no me comí la tarde anterior. Ambos me regañaron como ya había olvidado que podían regañarme. Me decían —con toda la razón del mundo— que no era lo suficientemente maduro para alardear acerca de la responsabilidad como lo había hecho, que no era capaz de cuidar mi casa por unas cuantas horas. En poco más de un día había dejado la casa hecha un desastre y había destruido mi relación con un «plan» que ilusamente consideré brillante.
Acabado, derrotado, sin saber qué hacer para remediar las cosas, me acerqué a mi padre con el corazón en la mano y, sin saber qué rumbo seguir por mi propia cuenta, le conté todo lo sucedido, todo, desde mis sucios planes hasta la forma en la que las cosas habían salido, a final de cuentas, aquel hombre era mi papá y en algún momento de su vida debió tener dieciséis años. Además, él, mi héroe, siempre encontraba la solución para todo.
Cuando terminé de hablar, me miró con los mismos ojos que mi novia me había lanzado la última vez que la vi: ojos de decepción. Pero había algo más en su rostro: molestia y quizá una chispa de compasión.
Cuando creí que no me diría nada que no fuera un regaño, se escuchó su potente voz en la cocina con algo diferente:
—Sube al auto de inmediato y ve a disculparte.
—¿Crees que me perdone? — pregunté con timidez.
Me miró como miras a la persona más estúpida de la Tierra, así que cambié mi pregunta.
—¿Crees siquiera que me escuche?
—Yo no lo haría — sentenció.
Cuando me dio las llaves del automóvil añadió:
—Por cierto, acabo de sacar la basura, Javier. Yo.
Con esto último me hizo sentir pequeño e insignificante, pero también protegido por su sabio consejo. Quizá me dirigía a un nuevo conflicto, pero ahora tenía la seguridad de que estaba en el camino correcto. En cierta forma, ese bote de basura que no saqué a la calle a la hora en que debía, era una metáfora de lo que estaba ocurriendo en aquel momento: con sus consejos y su inquebrantable rectitud, mi padre me estaba ayudando a sacar la basura que había acumulado en mi vida.
***
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Buenos muchachos
RomanceBuenos muchachos es una colección de 3 historias juveniles. En Pequeñas mentiras conocemos la historia de Javier y Adriana, una pareja adolescente en una ciudad pequeña, en donde las constantes presiones de los amigos lo incitan a él a tratar de man...