Capítulo 9. Adriana.

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No fui a la casa de Adriana al momento. Cuando salí de casa en el automóvil de papá el sol ya se había ocultado totalmente, dejándome en el espacioso carro a solas con mis pensamientos que me pedían no ir a buscarla, quién sabe si por miedo o por orgullo, mientras me repetía una y otra vez que lo que había hecho no había estado tan mal, aunque sabía perfectamente que había sido algo horrible.

     Toqué el timbre con las manos  heladas no por el frío, sino por el miedo de hacerle frente a mis propios actos. A mi último toque, rogué porque nadie acudiera a abrirme, pero la luz exterior de la casa se encendió y Adriana apareció frente a mí, abriendo poco a poco la puerta que daba directamente a la calle. Tenía los párpados hinchados, había llorado sin ninguna duda. Noté también que aún traía el uniforme de la escuela puesto. Ella detestaba el uniforme después de clases, yo lo sabía. Era obvio que su ánimo se encontraba por los suelos. Ambas cosas me hicieron estar seguro de una vez por todas que lo que había hecho era más grave incluso de lo que yo había pensado después de hablar con papá. Había destruido una reputación a base de mentiras y medias verdades.

     Al quedarse frente a mí el silencio se hizo incómodo e interminable.

     —Hola—dije para iniciar conversación, pero ella no respondió. Parecía fuera de sí. Parecía no estarme viendo. Parecía que su mirada me traspasaba, viendo a la nada de la oscura calle tras de mí.

     Siguió en silencio. Entonces empecé a hacer lo peor que se me pudo haber ocurrido. En una diarrea verbal comencé a justificarme por lo que había sucedido. Le dije que me disculpara, que en realidad aquello no había sido del todo mi culpa, que por favor entendiera que a veces la presión de los muchachos es tal que terminas cediendo. Le dije que yo jamás había revelado detalles de nuestra intimidad, pero que definitivamente había dejado que pensaran mal de nosotros; y en un ataque de valentía eché los brazos y el pecho hacia atrás, tratando de tranquilizarla jugando el papel del hombre maduro y seguro, que cree que todo lo puede arreglar.

     —Yo lo arreglaré todo —le dije.

     Entonces ella me desarmó como sabía hacerlo: con una dosis fuerte de realidad.

     —¿Cómo?

     —¿Perdón?—le respondí.

     —¿Cómo puedes arreglar algo así?

     Es cierto que las mujeres maduran antes que los hombres, pero aquello había sido bastante racional. No hablaba en un sentido tan literal, en realidad no podía arreglar mucho de lo que había sucedido.

     —¿Podemos hablar adentro, Adriana? Me estoy congelando.

     —Si, por supuesto —dijo con ironía y aventando la puerta hacia atrás añadió: — porque mis padres no están, así que, si me quieres, me tienes. Esto era lo que querías, ¿no? ¿No fue por sexo que este problema llegó hasta aquí? ¿No fue por sexo que mi reputación quedó en el piso? ¿No fue por sexo y una mentira tuya? ¿No quieres tomar lo que tanto deseas y acabar con esto de una maldita vez?

     —¡No! ¡No, claro que no! —dije sintiéndome la persona más asquerosa y ruin del mundo— No digas eso, mi amor. No lo vale, corazón, no lo vale. Tú vales más que esas tonterías.

     Entonces nos fundimos en un amargo abrazo.

     —¿No quieres olvidar todo e iniciar de nuevo? —le rogué.

     Y cuando más anhelaba escucharla decir que si...

     —¡No! No quiero—dijo, soltándome y cerrando la puerta en mi cara.

     Dicen que en algunas ocasiones la percepción es muy aguda, y creo que es cierto, porque aquella noche afuera de la casa de Adriana, supe el error que había cometido. Mi necedad me hizo tomar la reputación de una persona que amaba y exponerla para dejar que fuese pisoteada. Mi egoísmo me hizo tomar algo que muy pocos tienen, el amor incondicional de una persona y desecharlo por algo de menor valor. Entonces recordé aquellos momentos de los que Adriana hablaba aquel día, juntos, viendo el atardecer frente a las colinas de cal: nosotros con menos años, pero más inocencia, yendo por primera vez a ese paraje con nuestras bicicletas, dejando las preocupaciones con el polvo en las ruedas y el amor surgir con el viento en nuestros rostros.

     Y las luces exteriores de aquella casa se apagaron, unos segundos después las del interior, lo pude ver a través de las ventanas, quedándome a oscuras con el frío y la peor de las compañías: yo mismo.


Cuautla, Morelos. 14 de diciembre de 2020. 

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