Revisé por segunda vez y con mucha atención mi lista del súper antes de pasar a pagarla a la caja. Cuando por fin faltaban un par de personas en la fila comenzaron a sudarme las manos y el miedo y la vergüenza se apoderaron de mí. Supongo que comprar condones por primera vez es una experiencia bochornosa para cualquier hombre. La pena se volvió más intensa cuando observé la risita burlona que la cajera trataba de disimular. Aunque en cierta forma la entendí; no todos los días un jovencito compra velas aromáticas y preservativos en la misma ronda. Cuando me iba, me susurró «suerte campeón» y me guiñó el ojo. Supongo que ambos habíamos visto mucho cine romántico, pero a ella qué le importaba que yo me encaminara a la cúspide del placer de un noviazgo de muchos años. Ya me lo merecía.
La tarde fue un martirio. El tiempo, burlón, jamás había corrido tan lento. Deseaba que así se movieran las manecillas del reloj cuando tuviera que estudiar para un examen en una sola noche, o cuando tuviera que salir a alguna fiesta con mi novia.
El reloj de la pared marcaba las cinco y quince, y el sol a través de la ventana se hacía cada vez más tenue. Agradecía por una sola vez en la vida aquel horario asqueroso que todo lo oscurece temprano. Para cuando Adriana llegara, la oscuridad sería perfecta para hacer juego con las velas aromáticas que estaba colocando por toda la sala. «Pronto "ir a estudiar a casa" tendrá un nuevo significado en nuestras vidas» me decía a mí mismo.
A las cinco y media mis papás llamaron por teléfono para avisarme que ya estaban en la capital del estado y que — de nuevo — no me olvidara de comer, sacar la basura ni del resto de las actividades que me habían asignado en su ausencia. Papá comenzaba a irritarme con su estúpido bote de basura.
Cinco cincuenta de la tarde terminé de encender las 8 velas, dejando que el discreto olor a cereza se encargara de construir aquel ambiente que yo buscaba, un auténtico «templo a la sabiduría».
A las 6 de la tarde, puntual como siempre, Adriana tocó el timbre de mi casa. Crucé el patio con un nerviosismo que se convirtió en entusiasmo cuando le abrí el portón color marrón de mi casa. La falta de sol por fin había oscurecido todo por completo, pero las luces de la calle me dejaron apreciar en fracción de segundo el holgado short verde pistache que llevaba puesto y que resaltaba la blancura de sus muslos, el bonito diseño de la blusa blanca ajustada a los costados que dejaba ver ampliamente su espalda, que se adivinaba suave y tibia. Yo consideré este atrevido atuendo como una forma de seguirme el juego en algo que probablemente ella ya sospechaba que yo estaba buscando, idea que rechacé por completo cuando entramos a la casa.
Entré con entusiasmo a una sala con olor a cereza y tenuemente iluminada por las velas que había comprado cuando noté que ella se quedaba de pie en la puerta.
—Está muy oscuro aquí. Vamos a la cocina — dijo con espontaneidad, dirigiéndose con paso firme a la única habitación de la casa en donde estaba encendido el foco de luz blanca mata pasiones.
Adriana dejó caer un montón de libros que no me había dado cuenta que llevaba entre los brazos por tener toda mi atención en sus piernas.
Algunos minutos después de creer que viviríamos la velada más importante de nuestras vidas, me encontraba buscando en la alacena algo de comer, mientras ella me lanzaba una aburrida trivia sacada de Algebra de Aurelio Baldor.
—Bien: ¿el producto notable cuya descripción es: el cuadrado del primer término, más o menos el doble producto del primer término por el segundo término más el segundo término elevado al cuadrado es una diferencia de cuadrados o un binomio elevado al cuadrado?
Saqué la cabeza de la alacena mientras abría una bolsa de papas fritas y las colocaba en un tazón de vidrio.
—No tengo idea— le respondí desinteresado, agregando salsa Valentina al tazón.
—Javier, si no estudiamos en serio, no sabrás nada en el examen — y añadió —: además esta reunión de estudio fue tu idea.
Guardé silencio y me fui a sentar junto a ella con el tazón en las manos, abriendo mi Baldor con desgana. Ella me tomó de la mano con un tacto suave y conciliador.
—En realidad no me invitaste a estudiar, ¿verdad?
Moví la cabeza negativamente con una sonrisa maliciosa en la cara, como un niño que acaba de ser descubierto en una travesura.
De repente mi boca se convirtió en una fuente inagotable de información. Si a alguien no le podía mentir, era a ella.
—Lo que pasa es que tenemos la casa entera para nosotros solos y la estamos desperdiciando. No es que quisiera que hiciéramos algo malo, bueno, tal vez sí, un poquito, pero siempre cuidándonos, ¿a quién se le ocurrió la estúpida idea de que «eso» es algo malo? Sabemos lo que hacemos, es decir, es que ese día, bueno, ayer en el receso Martín y los chicos, bueno, también el idiota de Germán...
Me tomó de los hombros, intentando que dejara de hablar tan rápido.
—Tranquilízate. Una cosa a la vez.
—Es ese cretino de Germán.
—Ah...
—¿Qué?
—Ya sé por dónde va la cosa — dijo Adriana.
—¿En serio?
—Si. Javier, no es ningún secreto. Las niñas también hacen preguntas sobre las parejas de la escuela.
—¿Y qué les dices cuando preguntan sobre nosotros?
—Les digo que llevamos mucho tiempo juntos, que nos queremos, que nuestra relación se basa siempre en la confianza y el respeto mutuo, y que eres un muchacho increíble.
Por alguna razón mi ego masculino se sintió terriblemente herido, como si en vez de ser tratado como su novio me estuviese tratando como un estúpido osito de peluche de los que adornan su cama. Un osito de peluche sin pene.
—¿Podemos, al menos, no estudiar? ¿Podemos tener una cita? Preparé todo lo que ves en la sala para ti.
Al final accedió a que viéramos una película romántica en la televisión con las papas llenas de salsa Valentina que acababa de servir en el tazón.
—¿Recuerdas que esta película la vimos toda una semana? Fue en nuestro último año de secundaria y me enfermé.
Una sensación casi tan hermosa como aquella chica me invadió al recordar hermosos momentos con ella. Estábamos en el sofá, acostados, con las manos entrelazadas y su cabeza en mi pecho. Las cosas no habían salido tan mal después de todo.
—Es cierto—le dije— la vimos cinco veces aquella semana.
—Siete. Tú me visitaste todos los días que estuve en cama.
Invadido por una ternura que no había sentido antes, la abracé, me dejaba llevar por el momento, por esa atmósfera que sutilmente ella había acabado de crear y que ni las velas aromáticas ni la oscuridad podían igualar...
Cuando abrí los ojos, los rayos de sol comenzaban a colarse por la ventana. Mis ojos comenzaron a protestar y me hicieron fruncir el ceño. No supimos a qué hora terminó la programación en la televisión la noche anterior, porque aquella noche, Adriana y yo hicimos algo que jamás habíamos hecho juntos: ¡nos quedamos dormidos!
***
Descubre un nuevo capítulo todos los sábados a las 9:00AM hora de la Ciudad de México.
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Buenos muchachos
RomanceBuenos muchachos es una colección de 3 historias juveniles. En Pequeñas mentiras conocemos la historia de Javier y Adriana, una pareja adolescente en una ciudad pequeña, en donde las constantes presiones de los amigos lo incitan a él a tratar de man...