Toso y entrecierro los ojos para poder distinguir la pila de cajas bajo el polvo que se acumula sobre ellas en este cuarto seco, viejo y oscuro al que no he entrado en meses. Ese cuarto que solo sirve para archivar todo aquello que en su momento tuvo protagonismo, junto a las personas que estuvieron a mi lado, en el pasado. Estoy en el centro de esa cueva de dos por dos, rodeado de cajas de cartón y lo que dentro de ellas se encuentra. El corazón se acelera al no creer que una bodega como esta sea la representación más fiel de lo que nuestras cabezas identifican como una máquina del tiempo, igual a las que aparecen en esas películas futuristas de Steven Spielberg de los años ochenta.
¿Pero por qué mi mente viaja a los años noventa? Si, fue la etapa más feliz de mi vida, pero no es sólo eso lo que me lleva hasta 1999. Después de un rato lo logro entender. No es el olor a cartón ni las cajas de huevos de «El calvario» lo que me transporta. Es aquella caja de zapatos, diferente al resto, sellada con masking tape ennegrecido por el pasar de los años.
Adiviné de inmediato el contenido y mi mente voló hasta aquellos viajes que hacíamos mis hermanos y yo con nuestros padres. Los viajes eran cada año en el mes de julio, terminando las clases. Las circunstancias a veces variaban, pero el destino siempre era el mismo: Acapulco.
Hubo un viaje que —aún sin saber de lo que estaba por perderme— no quería hacer. Las relaciones familiares estaban en su peor momento gracias a los arrebatos adolescentes de mis hermanos y a la crisis de mediana edad de mi padre. Por un lado, teníamos a Bruno, el típico niño carita y fortachón de la preparatoria. Con diecisiete años encabeza la lista de hijos de mis padres, no sólo en edad sino también en holgazanería: nosotros — bueno, mis padres— subiendo las últimas maletas a la cajuela de nuestro Pointer mientras en el asiento delantero él no paraba de besuquearse con Dolores, la novia en turno durante las siguientes dos o tres semanas. Papá los veía con cara de asombro mientras amarraba las últimas cosas en el techo del carro. Cuando lo hartaron tocó la ventanilla con sus enormes y peludos nudillos.
—¡Despídanse de una buena vez! ¡Es hora de irse!
Sus palabras no ocultaban su enojo por ese comportamiento tan descarado.
Bruno bajó la ventanilla con toda la calma del mundo y con su sonrisa encantadora respondió a papá:
—En eso estamos.
Papá soltó una risita incrédula ante el cinismo de su hijo mayor.
—¿Sabes qué, papá? Estaba pensando en no ir al viaje y quedarme todo el fin de semana con la casa.
Papá rio divertido. La risita de quien se sabe con las cosas bajo control.
—Te quieres ir a la peluquería, ¿verdad? —le dijo, señalando aquella melena castaña y ondulada que tanto presumía Bruno durante las vacaciones de fin de curso.
—Está bien. Si voy, si voy.
Mientras tanto, mamá tenía que vérselas aún más difíciles con Mariana, mi hermana de quince años. Su carácter aún era muy infantil, aunque no lo reconociera jamás, esa niñería por la que todos pasamos cuando estamos a medio camino de ese cambio llamado adolescencia.
—¡Mamá, ya no soy una niña como para estar yendo a tontos viajes familiares! Dolores tiene una fiesta en casa de sus abuelos y todos vamos a ir. Hay un jardín enorme y tienen alberca.
A mí era al único al que le daba igual ir o no ir. Hacer viajes a Acapulco un par de años seguidos está bien, pero cuando dejan de ser viajes para convertirse en rituales de verano las cosas cambian bastante. En cierta forma les daba la razón a mis hermanos por no querer ir. La única razón que me empujaría a querer ir al viaje con todo el gusto del mundo aún no aparecía cruzando la calle en la esquina de Aldama.
De pronto, algo le dijo mamá a Mariana que hizo que se tranquilizara, al menos, de momento. Y con ese mismo instinto maternal que usó con su hija, ahora se acercaba a mí, con esa sonrisa preciosa que Bruno seguro había heredado de ella, con ese encanto natural que ni el carácter áspero de mi padre podía resistir, vino a atravesar todas mis barreras emocionales.
Debió notar en mi cara una apatía similar a la de mis hermanos. La diferencia conmigo era que yo no trataba de sabotear los planes familiares, ni hacer sentir mal a mamá o a papá. Lo mío era, en parte, consecuencia del pesimismo de papá y las niñerías de mis hermanos, sumado a la rutina de los viajes a Acapulco, y como cereza en el pastel la ausencia de Ángel Gabriel, un niño tan asustadizo y sobreprotegido como su nombre de tintes religiosos puede insinuar, pero que a pesar de todo y de todos, era mi mejor amigo, esa persona con la que compartes todas tus dudas e inquietudes, incluso aquellas que no puedes contarles a tus padres. Ángel Gabriel siempre había estado allí y todos le llamábamos así, por ambos nombres. Encajaba por completo con la esencia que su madre sobreprotectora había insertado en él.
Mamá trató de convencerme de que estos sentimientos que tenía eran pasajeros. Que al llegar a la playa todo y todos volveríamos a ser como siempre. «¿Quién no se alegra ante el delicioso sol y las refrescantes olas de Acapulco?» decía. Yo sabía quién: mi berrinchuda hermana. En lo que mamá y yo estábamos de acuerdo era en lo extraño que era que nuestro invitado de lujo no apareciera por ningún lado. Habíamos invitado a Ángel Gabriel a nuestro viaje. Desde mayo estaba entusiasmado de poder acompañarme a un viaje a la playa, pero justo en el momento de irnos no aparecía. Eran los finales de los 90s en México y solo unas 4 de cada 10 familias tenían teléfono fijo en casa. La de Ángel Gabriel no tenía y los teléfonos móviles sólo se veían en las películas estadounidenses.
Bruno por fin bajó del Pointer. Lo vi sacarse el chicle de la boca, guardarlo en un pedacito de servilleta y meterlo en la bolsa trasera del pantalón. Se me hizo repugnante recordar que Dolores había llegado con ese chicle desde las nueve de la mañana, cuando empezaron a besuquearse. Eran ese tipo de cosas las que terminaban por confundirme cuando se trataba de pensar en el amor. ¿En serio estar enamorado de alguien te lleva a hacer cosas así de asquerosas? ¿O eran menos asquerosas de lo que parecían? Los novios y los bebés tienen algo en común: hacen cosas horribles con la habilidad de hacerlas ver como lo más agradable del mundo; unos se comparten chicles y saliva y los otros se comen los mocos. Lo más horrible es que ambos lo disfrutan.
Lo bueno de pensar en todo aquello fue que recuperé el buen humor que uno debe tener a los trece años. Pero mi felicidad llegó completa cuando en la calle se estacionó un sedán blanco que yo conocía perfectamente. Eran los papás de Ángel Gabriel. Intercambiaron breves palabras con papá mientras él observaba disimuladamente el reloj en su muñeca.
Y allí estaba él, alto, delgado como unniño desnutrido, peinado de raya en medio y con una nariz aguileña queprotagonizaba las facciones de su rostro. Vestía una bermuda beige debajo delas rodillas con zapatos y calcetines blancos que no alcanzaban a cubriraquellas piernas que parecían dos pálidos popotes, igual que el resto de supiel. Ángel Gabriel era el estereotipo del clásico nerd adolescente, conaquella camisa de cuadros que completaba el atuendo. A decir verdad, yo tambiénera un nerd, sólo que sin la facha. Gabo (yo era el único que lo llamaba así)me buscó con la mirada cuando sus padres se fueron y corrió a abrazarme cuandome vio. Ahora podíamos irnos a donde fuera, al desierto si era necesario porqueyo ya tenía a mi cómplice conmigo. Para mí el sol ya había salido, aunque a mishermanos les importara un bledo la llegada de Gabo. Todos tenemos a esa personaespecial que nos secunda en aquellas cosas que queremos experimentar, esapersona que nos echa porras y nos dice lo grandiosos que somos incluso cuandonadie más crea en lo que podemos llegar a hacer. Ángel Gabriel era esa persona paramí. Sus padres podían ser unos espantados, pero él no era sus padres.
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Espera un nuevo capítulo de esta historia todos los sábados a las 9:00a.m., hora de la Ciudad de México.
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Buenos muchachos
RomanceBuenos muchachos es una colección de 3 historias juveniles. En Pequeñas mentiras conocemos la historia de Javier y Adriana, una pareja adolescente en una ciudad pequeña, en donde las constantes presiones de los amigos lo incitan a él a tratar de man...