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Quedé lela ante la abrupta retirada de Camila. Miré los billetes tendidos sobre la mesa. Fruncí el ceño, en busca de ideas. La menos descabellada sería abordarla en la escuela pero con ella no sabía qué sería mejor. Por eso saqué de mi mochila la tarjeta que días atrás me hubiese entregado Alejandro Cabello, donde quedaba plasmada su dirección.

Se presentó con los ojos teñidos de rojo, otro simbolismo de sus miedos. Intenté convencerla de nuestra futura amistad e incluso le hice ver que mi vida era complicada sin necesidad de otro factor externo. Pedí además que fuese sincera conmigo, se mostró soez ante mi solicitud. Como castigo para ella, acepté quedarme a cenar. Y si antes la creía un misterio imposible de resolver, luego de presenciar esa escena rebosante de amor familiar, ahora no era más que un enigma inalcanzable para cualquier ser humano. Por eso sentí la imperiosa necesidad de hacerle saber la suerte que tenía de poder saborear momentos así. Debía admitir que desató cierto revuelo en mis emociones el contacto con su piel, una electrizante sensación que nunca había experimentado.

Traté de ignorarla durante el resto de la velada porque una parte de mí, posiblemente la más humana, hervía de envidia. No era mezquindad, era reproche. Le reprochaba a Camila ser cobarde y, sobre todo, ser egoísta. Sí, Camila padecía egoísmo. No sabía el daño que hubiese causado a sus padres perderla. Me concentré en el sabor de las croquetas de pescado y la salsa agridulce casera deshaciéndose en mi boca, disfrutando de la amena charla con Sinuhé sobre literatura y el agrego cultural de Alejandro, gran admirador de Walt Whitman. Detuve mi plática a cerca de la posible bisexualidad de Whitman para centrarme en la introvertida chica. Aplastaba la ensalada en un acto de hastío. Se le veía tan lejos, atrapada seguramente por sus demonios internos, esos que no podía controlar. Rehusó el contacto con mi mirada y le brindó una sonrisa ladeada a su madre. ¿Por qué jugaba a imitar la felicidad?

- Todo estuvo delicioso, señora Cabello. – Halagué los dotes culinarios de la mujer que me sonreía con un cariño que había olvidado.

- ¿De verdad? Creí que las croquetas estarían faltas de sabor.

- Al contrario, la salsa y el relleno tenían una sazón inigualable. – Continué complementando la que había sido mi primera cena real en meses.

- Oh, gracias, Lauren. Me complace que te hayan gustado.

- Cocina como una diosa, ¿no es así? - Cabeceé de forma afirmativa y sonreí al hombre que me contemplaba con ese brillo agradecido en sus oscuras pupilas. - El domingo estoy planificando una barbacoa, quiero que vengas.

- ¿El domingo?

- Sí, después de misa. - Aclaró Sinuhé.

- Aquí estaré. - Miré la hora en el reloj de pared que colgaba sobre Camila, tratando de no admirarla por más segundos de lo permitido. - Debo irme.

- ¿Harás lo que te pedí? – Casi me imploró Sinu.

- Cuente con ello, señora Cabello. Le doy mi palabra. – Ella apretó una de mis mejillas como si pudiera ver más allá mi imagen de chica darks y encontrara a la niña vulnerable que habitaba en mí.

- Camila, por favor, acompaña a Lauren a la salida.

A regañadientes me encaminó hacia el portal, con el rostro oculto tras su cabello. Abrió la puerta con pereza y se hizo a un lado para dejarme salir. Me encorvé en busca de su mirada hasta encontrarla como siempre: colmada de miedos y secretos.

- ¿No tenías que irte? – Interrogó con ese tono cansino.

- ¿No vas a despedirte?

- Deja de responder con preguntas. - Reprochó.

Can't Save YouDonde viven las historias. Descúbrelo ahora