1

12.4K 286 21
                                    

Harry Styles, magnate del petróleo, viajaba en un todoterreno negro de ventanillas ahumadas, entre dos coches llenos de guardaespaldas que abrían y cerraban respectivamente el convoy. Era un espectáculo poco habitual en la carretera que llevaba la remota localidad rusa de Tsokhrai, pero todos los testigos supieron a quien se debía; la abuela de Harry era muy conocida y su nieto siempre iba a visitarla el Domingo de Resurrección.

Harry iba mirando la carretera que había transformado en una autovía para facilitar las necesidades de transporte de su fábrica de automóviles, que daba empleo a trabajadores de la zona. En los viejos tiempos, cuando él vivía allí, había sido un simple camino de tierra que en invierno se embarraba y por donde apenas podían circular los carros; de hecho, bastaba una nevada importante para que Tsokhrai quedara incomunicada durante semanas.

Cuando pensaba en ello, a Harry le costaba creer que hubiera pasado varios años de su adolescencia en aquel lugar. Mudarse de la ciudad al campo había sido toda una pesadilla para él. Entonces era un ladronzuelo de trece años y un metro ochenta de altura que se había acostumbrado a romper la ley para sobrevivir. De la noche a la mañana, se encontró viviendo con su abuela Yelena, una mujer analfabeta, pobre y pequeña, de sólo metro cincuenta; pero todo lo que había conseguido en su vida se lo debía a sus esfuerzos por convertirlo en un hombre de bien.

El convoy se detuvo frente a una casucha destartalada que se encontraba semioculta tras un seto. Los guardaespaldas, diez hombres fornidos que no sonreían nunca y que llevaban gafas de sol hasta en los días grises, salieron de los dos coches y comprobaron la zona. Harry bajó del todoterreno poco después, perfectamente elegante en su traje de seda hecho a la medida.

Su ex esposa, Rozalina, siempre se había negado a acompañarlo; siempre decía que los viajes de Harry a Tsokhrai venían a ser una especie de peregrinación por sentimiento de culpa.

Sin embargo, su visita anual era recompensa más que suficiente para la anciana, que ni siquiera le había permitido que le comprara una casa nueva.

De todas las mujeres que había conocido a lo largo de su vida, Yelena era la única que no estaba ansiosa por vaciarle los bolsillos. Harry era tan consciente de ello, que había llegado a la conclusión de que la avaricia extrema y el deseo obsesivo de aparentar eran defectos esencialmente femeninos.

Caminó hacia la entrada de la casucha; los vecinos que se habían congregado junto a la puerta, se apartaron de su camino y se hizo un silencio reverencial. Yelena era una mujer regordeta, de setenta y tantos años, ojos brillantes y carácter serio que no se andaba nunca con tonterías. Lo saludó sin más aspavientos sentimentales que su voz ronca y el uso del diminutivo de Harry, Harold, para demostrarle cuánto quería a su único nieto.

Lo invitó a entrar y lo llevó a la mesa del salón, llena de comida para satisfacer el apetito de los que habían ayunado durante las fiestas.

– Siempre vienes solo -protestó la mujer-. Anda, siéntate y come algo.

Harry frunció el ceño.

– Pero yo no he ayunado...

Su abuela le sirvió un plato enorme.

– ¿Y crees que no lo sé?

El cura ortodoxo que estaba sentado a la mesa, un hombre barbudo, dedicó una sonrisa amistosa al recién llegado. A fin de cuentas, Harry también había financiado la reconstrucción de la torre de la iglesia local.

– Come, come -le instó.

Harry se había saltado el desayuno porque sabía lo que le estaría esperando, de modo que comió con apetito y probó el pan especial y la tarta que siempre preparaban en Pascuas. Mientras comía, tuvo que escuchar pacientemente a las visitas de su abuela, que se acercaron para pedir consejo, dinero y apoyo al mayor filántropo de la comunidad,

Magnate - Harry StylesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora