68- Kaldor.

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Se inclinó a su lado. Como una ciudad vista desde las alturas, mientras más se acercaba su aspecto empeoraba. El fuego de un farol de mano, ubicado junto a ellos, alumbraba el vestíbulo de luces doradas.

Aquel brebaje. Debía beberlo. Dudaba que su amigo pudiera incorporarse, se lo tendría que verter en la boca con jeringas. Por suerte Kaldor había trabajado en la enfermería de la prisión y sabía algunas cosas básicas.

—Río, Río soy yo. Kaldor.

Río abrió lentamente los ojos. Sus párpados estaban hinchados como bolas de golf, podía tener la piel demacrada, pero en su mirada todavía persistía el mismo brillo juguetón y un poco estúpido. Sus ojos estaban intactos, como si lo hubieran encerrado bajo ese monstruo de pus y piel derretida.

Trató de sonreír.

—Kal... amigo, estás aquí —su voz salió ronca y gutural.

—Sí, sí, no me voy a ir —contestó tratando de que la suya sonara firme, le costaba—. Todavía no vino mi taxi ¡Es broma! ¡Es broma! Estoy bromeando ¿Sabes? Es para que te sientas mejor.

Kaldor, inquieto, se masajeó la garganta preguntándose si alguien lo estaba acuchillando ¿Qué le pasaba a su garganta? ¿Por qué se había cerrado? No podía tragar ni hablar. Bajo ningún termino quería sentirse así.

—¿Estoy en el mar?

Kaldor sonrió temblorosamente. El mar. Allá iban a descansar las almas al morir, las respetuosas, flotando para siempre en los brazos acuáticos de la diosa dorada. El más allá era un mar al mediodía, lleno de luz, con las aguas blancas y doradas por el sol. Pero solo tenían el privilegio de ir las criaturas que habían cumplido con su destino y Río no era una de ellas.

Kaldor jamás había visto el mar o ido a la playa, pero eran solo cuentos religiosos, en el mar no había más que peces, sirenas y rocas, allí no había ninguna diosa dorada que te acogía en su reino de agua y luz.

Siempre había ignorado a los sacerdotes que predicaban en la correccional y querían convencer a los jovenzuelos que cumplieran su destino, había pensado que eran unos mentirosos y que preferiría ser enterrado vivo antes que flotar para la eternidad con un montón de desconocidos. En aquel instante, al ver a Río, la promesa de un mar y un nado infinito no sonaba tan mal.

Río se merecía eso y más. Es que, era Río. No tenía que meter muchas explicaciones más. Era el primer joven con el que había hablado sin terminar en una pelea de puños.

Lo consumía por dentro pensar que esa era la única vida que había para el fauno. Repiqueteó sus dedos contra el suelo.

—No, todavía no te moriste. Qué suerte la mía ¿Verdad?

—Qué suerte —arrastró las palabras, como si estuviera a punto de irse a dormir, los párpados amenazaron con cerrarse.

—Oye, cabra apestosa, te traje algo.

—Gracias... es...

—Reflejo y Jora me dijeron que lo necesitarías —colocó el frasco delante de la cara de Río y lo meneó como si fuera una recompensa—. Es medicina, mágica, lo tomarás y te sentirás mejor, así puedes comenzar a molestar otra vez ¿Qué dices? ¿Le das una sorbidita?

Río demoró unos segundos en reaccionar, asimilando lo que había oído, intentó abrir un poco más los ojos y encontrar el frasco, pero la luz era muy poca y su control corporal también. Se conformó olisqueando el aire, remojó los labios con una lengua seca y miró a Kaldor.

Tu muerte de abrilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora