Capítulo 9

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Y así es como volvemos al principio. Era una fría mañana con mucha llovizna y Abril me llevaba a la escuela por órdenes de mi padre. Yo no había vuelto a cruzar palabra con él desde la noche anterior, supuse al principio que era suerte. Pero luego comencé a sospechar que él estaba evitando cualquier conversación a propósito.

No era para menos. Si hubiera sido yo quien hubiera actuado como él, también me habría escondido de pura vergüenza.

Yo ni siquiera sabía por qué todos en casa seguíamos como si nada hubiera pasado. Nos habíamos levantado de la cama, nos habíamos preparado para nuestro día, mamá había hecho el desayuno para todos y nos habíamos sentado a la mesa a comer. La única diferencia era que nadie había dicho una sola palabra, un silencio mortal nos había envuelto desde el inicio hasta el final, ni siquiera permitiéndonos realizar algún intercambio de miradas.

Ya para el final del ritual extraño, él se había atrevido a decir algo.

—Tu teléfono, Julio —instó—. Y apresúrate porque tu hermana te va a llevar al colegio.

Furioso por el hecho de que todavía tuviera el coraje de hablarme después de lo que nos había hecho, rebusqué con brusquedad en mi mochila, saqué de ella mi teléfono y se lo dejé en la mesa con un gesto tosco. Después de ello, me levanté y salí de la casa sin despedirme.

Supongo que fue por eso que Abril decidió obedecer a la orden que también se le había dado: al ver que yo no me oponía, no vio motivos para oponerse. A los pocos minutos me di cuenta de que ella me seguía y la esperé para recorrer con ella el resto del camino.

Ya dentro del plantel después de haberme despedido de ella, me di cuenta de que no podía definir cómo me sentía con exactitud. Era como si alguien hubiera presionado un interruptor que había anulado cada una de mis emociones, dejándome neutro, hueco y vacío.

Sergio me recibió metros más allá de la entrada. Había tomado la atinada decisión de no esperarme como de costumbre en la parada de autobuses, lo que yo agradecía. A pesar de que era Abril quien me acompañaba, las paredes tenían oídos y los vecinos tenían ojos.

Mi compañero, con el brazo todavía rodeando mi cuello y el fresco aroma de su perfume proporcionándome un pequeño e inesperado segundo de paz al penetrar en mi nariz con delicadeza, me sonrió, recibiéndome como cualquier mañana, ignorante de todo lo que a mí me había pasado la noche anterior.

Intenté devolverle la sonrisa para no preocuparlo, pero supongo que no tuve demasiado éxito, porque su gesto no tardó en aflojarse y su sonrisa desapareció. Sus pupilas recorrieron cada centímetro de mi rostro en busca de alguna señal que avalara las teorías que de seguro ya se estaba haciendo en la cabeza.

—¿Estás bien? —preguntó, palmeándome en el brazo, justo en el brazo.

Ouch —me estremecí cuando tocó la herida en mi hombro y me odié por haberme delatado—, sí, estoy bien.

—¿Qué tienes?

Y antes de que yo hubiera tenido la oportunidad de reaccionar y resistirme, él ya había apartado la manga de mi hombro, visto las pequeñas cicatrices y ahogado un grito.

Su mirada ceñuda me tomó desprevenido.

—Julio, ¿quién te hizo esto?

—No es nada —me encogí de hombros, devolviendo la manga a su sitio sin detener mi caminata.

—No pregunté qué es, pregunté quién lo hizo —insistió.

—Dije que no es nada, de verdad.

—Responde, Julio, si no quieres que te mate —sentenció, parándose frente a mí para que parase de caminar.

Aun estando frente a frente, yo no fui capaz de mirarlo a los ojos.

Del otro lado ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora