Diecisiete de abril, hacía ya ocho años.
Era una tarde maravillosa de primavera en la que el sol había decidido presumir de su magnificencia. Por toda la casa se respiraba el ambiente festivo, iban llegando de a pocos los invitados de todo tipo: niñas más altas que yo cargando bolsas de regalo color rosa, familiares que conocía y otros que no, algunos antiguos maestros, y otras personas a las que francamente ya no recuerdo.
Yo era un niño pequeño. Tenía seis años y correteaba por toda la casa en busca de más cosas con las que pudiera jugar. De vez en cuando, paraba en el grupo que habían formado los adultos en la sala. Era un círculo de sillas y se veía seguro, como si lo hubieran formado como refugio a prueba de niños, un pequeño descanso de sus vidas cotidianas. En ocasiones, las fiestas infantiles son también un relajo para los padres.
Dado mi tamaño y el hecho de que no había casi nadie más de mi edad, en ese grupo yo era la sensación. A veces me pedían que bailara al ritmo de alguna de las canciones pegajosas que resonaban por toda la casa y yo lo hacía con todo gusto, recibiendo sus estridentes aplausos y risas enternecidas a cambio. Sí, esa era una época en la que de verdad disfrutaba bailando en público. Ahora mismo sé que no lo haría ni aunque me pagaran.
En fin, sin tantos rodeos, en cierto punto, en medio de globos rosas, violetas y blancos, tontas risas de niñas de doce años que eran amigas de Abril, conversaciones aburridísimas de adultos, música a todo volumen y dulces, muchos dulces (a los que yo no les quitaba los ojos de encima) apareció en la puerta un personaje peculiar.
Al oír el llamado del timbre, fue mi madre la que se levantó del grupo de adultos para abrir la puerta. Yo la seguí, medio distraído, todavía con una barra de chocolate a medio terminar en la mano y tarareando una canción infantil. En cuanto la puerta se abrió, no di crédito a lo que veían mis ojos.
Ahí, fuera de la casa, estaba mi padre.
¡Papi! —sonreí juguetonamente.
Me extrañaba que estuviera afuera, cuando apenas hacía unos momentos yo hubiera jurado que lo había visto supervisando todo lo relacionado con el pastel de cumpleaños de mi hermana. Pero bueno, podía ser una equivocación mía.
Otra cosa que también me extrañó muchísimo, pero elegí ignorar, fue su ropa. Llevaba jeans azules (cuando yo recordaba muy bien haberlo visto con unos negros) y una casaca muy gruesa de color marrón que no llevaba puesta hacía unos momentos.
—Hola —sonrió él a mi madre.
—Julio... —titubeó mi madre, a lo que yo la miré con el entrecejo fruncido.
¿Julio? Pero Julio... Julio soy yo.
Si mi madre no hubiera estado tan ocupada mirándolo boquiabierta, como si hubiera visto al mismísimo demonio, yo le hubiera pedido de inmediato una explicación. ¿Por qué estaba llamando a mi padre por mi nombre?
—Y... ¿en dónde está Abril? —preguntó él con timidez luego de un momento de silencio incómodo.
Aproveché para mirarlo mejor, encontrando entre sus manos una caja forrada de papel de regalo color rosa pálido (¿qué demonios, alguna obsesión con el rosa?).
—A... adentro —balbuceó, todavía mirándolo con los ojos abiertos de par en par.
Entonces mi padre posó sus ojos en mí. Solo eso me bastó para darme cuenta y mi expresión de confianza desapareció.
Ese no era mi padre.
Lo supe de inmediato al ver sus ojos, a pesar de lo pequeño que era. Era difícil no confundirlos, porque eran idénticos: los mismos rizos negros, las mismas pecas, la misma nariz, la misma altura. De hecho, eran gemelos excepto por un solo pequeño detalle: los ojos. Mi padre los tenía de color azul y los de ese hombre eran cafés.
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Del otro lado ©
RomanceJulio es un chico de quince años que cree tener las cosas claras hasta que conoce a Sergio, un chico peculiar al que no puede evitar observar. *** Cuando Julio conoce a Sergio, le parece raro de inmediato. Sergio parece desorientado, asustadizo y de...