Capítulo 5

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Mi cerebro tardó un poco más de la cuenta en asimilar lo que acababa de oír.

—¡Con razón estaban siempre juntos! —continuó Bruno, alentado por mi silencio—. ¡Pero cómo no me di cuenta antes!

—Cierra la boca, Bruno —exigió Sergio en voz baja, tensando la mandíbula.

—¿Que cierre la boca? —se burló el aludido, levantando todavía más la voz—. ¿Pero por qué? No sabía que era un secreto...

—¡Cállate ya, Bruno, te lo advierto! —grité yo, ya sin poder contener la ira.

Tanto desequilibrio desde la noche anterior me impedía tener control sobre lo que mi lengua quería decir.

—¡Que todos sepan de una vez! —Bruno se paseó por el pequeño círculo de espectadores que acababa de aparecer gracias al alboroto, erguido, satisfecho, con una expresión triunfante. El maldito se había lucido—. ¡Que todos sepan lo que son!

—¿De qué hablas, Bruno? —pronunció Abigail, que había aparecido en el público mordisqueando perezosamente una manzana.

—¿Qué no se han dado cuenta todavía? —espetó Rodríguez dirigiéndose a todos—. ¡Se encierran en los vestidores siempre que pueden! ¡Siempre están juntos! ¿Nadie se ha dado cuenta hasta ahora de que estos dos son un par de maricas?

—¡Escucha, idiota! —bramé, avanzando hacia él a zancadas. Él me recibió en su lugar con la mirada en alto, implacable—. ¡Vas a callarte en este momento si no quieres que te aplaste la cara! ¿Oíste?

—Oye, Julio, no tiene caso —intervino Sergio caminando con toda tranquilidad hacia mí—. Razonar con animales hasta ahora no lo han logrado ni los científicos.

—Claro, huyan —dijo Bruno sin perder ni un segundo—. ¿Qué les queda? Saben que es cierto. No puedo creer que me dé cuenta hasta ahora... tanto tiempo sin notar que algo se estaba pudriendo...

—Lo único que se está pudriendo aquí es tu cerebro, imbécil —contraatacó Sergio.

Como si se tratara de un flash demasiado fugaz, el puño de Bruno dio contra su mejilla, derribándolo.

Recuerdo haberme encontrado mirando a Sergio, en el suelo, agazapado y cubriéndose la cara con los brazos.

También recuerdo que, al siguiente segundo, ya me encontraba estrellando mi propio puño contra la cara estúpida de Bruno. Este cayó hecho peso inerte al suelo, muy cerca de mi amigo. Pese al dolor que debía estar sintiendo, se esforzó para alejarse de él, como si pensara que este estuviera infectado con algo contagioso.

Me quedé de piedra, jadeando de pie frente a ellos dos y frente a todos los demás, que habían guardado silencio después de ahogar un grito. Toda mi ira, rabia, frustración, impotencia y el sentimiento de angustia que llevaba acumulando desde el inicio del día se habían concentrado en mi mano y explosionado sobre Bruno, yo estaba tan desconcertado que apenas podía sentir el dolor y el ardor en mis nudillos lastimados.

No sabía qué hacer. O al menos no lo sabía hasta que vi a Bruno levantar la vista, también jadeando, con un delgado hilo color rojo oscuro descendiendo de sus labios.

—Típico —escupió, limpiándose la sangre de la boca—. Tenías que ir a defender a tu novio, ¿no?

Sin pensarlo un segundo más, me abalancé sobre él y empezamos a forcejear con furia no contenida en el suelo.

Ya no era yo.

Por lo menos no en ese momento.

Actuaba por instinto, como no había pensado actuar en toda mi vida. Todo pasaba tan rápido que mi vista apenas tenía tiempo para comprenderlo, pero yo solo estaba seguro de una sola cosa: ninguno de los dos pensaba soltar al otro.

Del otro lado ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora