Ocho meses antes

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Pero cuánto habían cambiado las cosas desde aquella mañana calurosa a inicios de año.

Esa mañana, el segundo lunes de marzo, los rayos dorados y luminosos del sol dieron directamente sobre mis párpados cerrados, así que tuve que despertar en contra de mi voluntad. Le eché un vistazo al reloj eléctrico de mi mesa de noche: eran con exactitud las seis de la mañana. En resumen, tarde. Pero ¿en qué clase de escuela la entrada era a las seis treinta de la mañana?

—En la clase de escuela en la que estudias, cariño. —La suave y mesurada voz de mi madre invadió el ambiente. Solo entonces me di cuenta de que había pensado en voz alta—. Y qué bien que ya estás despierto, pensé que ibas a hibernar. Ahora levántate si no quieres llegar tarde... otra vez.

—Oh, no es para tanto —refunfuñé, colocándome la almohada en la cara.

—Sí, sí es para tanto —insistió mi madre, acercándose para quitarme el cobertor de encima—. No me puedes decir que estás cansado, porque solo vas yendo una semana a la escuela en lo que va del año, anciano. Ahora levántate y métete a la ducha.

—Ya qué... —suspiré.

Sentí sus pasos alejándose. Solo cuando se hubo retirado, me tomé mi tiempo para descubrirme la cara, dejándome cegar de nuevo por los rayos del sol.

Desordené mis rizos aún más de lo que ya estaban y me levanté de la cama sin dejar de murmurar entre dientes.

Todo el mundo siempre había admirado mis rizos. Según ellos, los tenía aún más bonitos que los de mi padre, de quien los había heredado. Además, algunos de ellos colgaban de mi cabeza como dóciles resortes y casi nunca se enredaban, lo que era una ventaja.

No llegaban a mis hombros, ni siquiera hasta la mitad de mi cuello, y el único al que no le gustaban era mi propio padre, cosa que suena un poco rara, considerando que él también los tenía, si bien más cortos y serios. Según él, mi cabello estaba demasiado largo como para ser de varón. Le parecía un corte femenino. Sin embargo, a mí me daba lástima cortarlos, porque había llegado a encariñarme mucho con ellos.

En todo eso estaba pensando mientras dejaba que el agua de la ducha alisara mi cabello y encendía la radio. A mi madre no le gustaba que hiciera eso. "No puedes hacer dos cosas a la vez", decía. Como si yo oyera la música con las manos o me duchara con las orejas.

Coincidentemente, y consiguiendo levantarme el ánimo, empezó a sonar una de mis canciones favoritas. "I feel good" de James Brown.

I feel good... —empecé a canturrear sin poder resistirme.

Como de costumbre, cerré los ojos y me transporté a un escenario iluminado por reflectores mientras seguía cantando, olvidándome por completo de dónde estaba en realidad.

—Creo que como cantante eres buen deportista, Julio —rio una voz fuera de mi habitación.

—Sí, muy graciosa —respondí, arrancado de mi fantasía.

Abril había llegado. Ella acostumbraba levantarse temprano para salir a correr. A pesar de no haberla acompañado más que en un par de ocasiones en que ella me lo había suplicado, yo ya me sabía su ruta de memoria: recorría toda la manzana y en el final de la calle doblaba hacia el parque. Solo le gustaba el parque a esas horas de la mañana porque no había nadie más, así que el lugar era algo así como suyo en su plena totalidad.

—¡Seis y diez, Julio, tienes veinte minutos! —gritó mamá desde la cocina.

—¡Soy consciente de eso, mamá, sé contar! —exclamé en respuesta en lo que apagaba la ducha y me cubría con una toalla.

Del otro lado ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora