1. ¿Cuánto has bebido?

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1. ¿Cuánto has bebido?

No había sido una buena idea. Harry lo sabía. Por supuesto que Harry lo sabía. Harry era el que decía, con su trémula voz, que no era buena idea. A todas las malas ideas que se le ocurrían a sus amigos. Solían salir de la cabeza de Niall. A Harry no le preocuparía mucho si se quedaran ahí, pero siempre tenían que salir por su boca, envenenando a Zayn y a Lila.

Seguramente eso, pensó Harry, no era del todo justo. Porque Niall podía decir lo que quisiera, el problema era que todo el mundo se apuntaba a sus disparates. Harry era el único que trataba de poner sensatez. Una única vez, con un tono de voz casi inaudible, con la cabeza baja y una pequeña sonrisa en los labios, pero al menos lo intentaba. Luego suspiraba y seguía a sus amigos hacia la mala idea. Y más adelante, cuando todo resultara en fracaso, Harry no tendría que decir que lo había dicho. Solía decirlo Lila, extendiendo sus brazos al aire.

—¡Harry tenía razón!

Harry sabía que estaba mal disfrutar tanto de las desgracias de los demás, desgracias que también le incumbían a él, porque él seguía a sus amigos a todos lados. Pero le gustaba acertar. Nunca lo admitiría. Nunca daría ninguna otra pista que no fuera su pequeña sonrisa, tímida, que pasaba desapercibida la mayor parte del tiempo.

Aquella vez, debieron coincidir muchos eventos extraordinarios. Muchos sentimientos. Un mal despertar. Un retortijón tras desayunar. Una nota no demasiado buena en el examen de química. Su presencia, agotadora, que le ponía a Harry los pelos de punta y le hacía tocarse mucho el pelo con las manos, y le hacía erguirse y clavar la mirada en el suelo, sus mejillas rojas, las risas de sus amigos que le hacían desfallecer. Diferentes factores. Diferentes acontecimientos que tuvieron lugar ese día, ese viernes por la tarde en el bar al que iba con sus amigos todos los fines de semana después del instituto, que hicieron que, cuando Niall soltó su mala idea, Harry levantara la vista y no dijera nada.

No fue al comienzo. De hecho, cuando Niall dijo la primera frase, Harry ya se estaba preparando para decir que no era una buena idea.

—¿Os imagináis que fuéramos borrachos a la clase del señor York? —Soltó una risa. Esa gran risa que tanto caracterizaba y de la que, en silencio, tanto disfrutaba Harry —. Llamaríamos la atención de todos. Quizá ese Tomlinson pusiera los ojos en ti por un momento, pequeño Harry.

Harry cerró esa boca que estaba a punto de pronunciar su frase y miró a Niall. Él siempre era para él «pequeño Harry». Harry no era pequeño. De hecho, Harry media bastante más que todos sus amigos, pero entendía por qué lo concebían como pequeño. Era pequeño para sus amigos, de la misma forma que era pequeño para su familia. Harry no hablaba mucho, y cuando lo hacía eran casi suspiros, y no miraba a los ojos, y, cuando algo le sorprendía o hacía demasiado ruido, abría los ojos como si fuera un bebé. Harry era delicado, lloraba —en silencio— con facilidad, no entendía las bromas crueles y no se atrevía a pronunciar palabrotas. Harry era pequeño. Era alto y pequeño.

Harry no era pequeño. No del todo, de todas formas. Podía entender por qué le veían así, y quizás sí lo era —un poco—, pero desde luego, o al menos eso quería pensar, no lo era tanto. Harry era lo suficientemente no pequeño como para fijarse en un chico, y era lo suficientemente no pequeño como para aliviarse en la ducha, y como para saber que, en verdad, podía ser quien quisiera siempre y cuando no hiciera daño a nadie, y como para beber en ocasiones, no mucho, tal vez un poco por presión. Era lo suficientemente no pequeño como para llenarse la cabeza de ilusiones. Como para repetir en su mente las palabras de Niall una y otra y otra vez. Como para hinchar el pecho y pensar. Como para decirse a sí mismo: «lo voy a hacer». Porque, ¿qué pasaría? ¿qué pasaría si él, como decía Niall, lo miraba? Harry sintió su corazón palpitar con fuerza. Un bum bum, bum bum que le llenaba los oídos. Y se dijo «lo voy a hacer».

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Harry nunca había estado borracho del todo. Un poco contento, pues sí. Mejillas sonrojadas, algún meneo de caderas entre risas, abrazos sudados y «te quieros» con las erres arrastradas. Pero nunca borracho, borracho.

Estar borracho por primera vez a primera hora de la mañana, gracias a la habilidad innata de los Styles de abrir cerraduras con horquillas —que le había permitido coger las botellas de alcohol del armario de sus padres—, en el uniforme del instituto, con el profesor a quien todos temían más a punto de entrar por la puerta no era, definitivamente, algo bueno. No era el mejor momento para estrenarse, eso se podía ver. Pero Harry había estado determinado a hacerlo para ver que pasaba. Sus amigos no paraban de reírse, y la verdad es que a Harry le estaba costando un poco recordar por qué, pero se reía con ellos.

Harry se reía, y agradecía con profundos movimientos de cabeza las palmaditas que sus amigos le daban en los hombros. Todo parecía dar vueltas —lo había pasado fatal en el autobús—, pero él sabía muy bien dónde estaba él. Como de costumbre, no le prestaba atención, y era entendible y no era personal. Harry nunca había hablado con él. No sabía que existía. Y tampoco es que ninguno de los dos hablara con mucha gente. Harry se limitaba a Zayn, Lila y Niall. Y a la gente que, amable, le pedía un bolígrafo o una goma. Él se limitaba a ese chico que tan bien caía a los profesores, Liam. Ahora que lo pensaba, era una relación extraña la que tenían ellos dos.

El profesor York llegó. Era un hombre delgado, alto, como un palillo. Pálido y arrugado, calvo, que siempre vestía de gris y nunca sonreía. El único vestigio de pelo que había en él era su plateado bigote por el que había recibido el apodo de «Hitler». Harry no le llamaba así, pero el resto del mundo suponía que lo hacía. Lila sobre todo, porque lo odiaba. Odiaba también las matemáticas. Veía que sus amigos, desde sus pupitres, trataban de aguantar la risa. Harry sentía que podía hacer lo que quisiera. Y no le apetecía hacer matemáticas.

El señor York era malhumorado, creía oír cosas en el más absoluto silencio y las únicas sonrisas que Harry le había visto se las dedicaba a los alumnos antes de entregarles sus suspensos. Harry quería pensar que no lo hacía de mala fe, pero era consciente de que su hipótesis no tenía pinta de ser correcta.

El señor York anunció que el día de hoy iban a dar ecuaciones de Harry no sabe cómo, y Harry se levantó el asiento. Y tiró la mesa. Hizo ruido. York se volvió.

—¿Disculpe, señor Styles? —Harry no solía causarle ningún problema al señor York. De hecho, era de los pocos alumnos que sacaban con él buenas notas.

Harry rio con suavidad. No se encontraba muy bien. Sentía sus tripas revolverse y hacía calor.

—Las matemáticas no sirven para nada —dijo, en un susurro, pero se oyó perfectamente.

Las personas de clase empezaron a partirse de risa, y Harry sabía que su cabeza se había girado, pero no sabía si hacia él, y no sabía si se estaba riendo. No se atrevía a mirar.

York señaló a la puerta.

—Styles, al despacho del director.

Harry obedeció. Fue hasta el despacho y, por orden de la secretaria, se dejó caer en uno de los sillones. Contempló el techo, que tenía intrigantes manchas amarillas sobre el fondo blanco y parecía roto. Cerró los ojos, y bien podían haber pasado dos segundos o toda la eternidad hasta que los volvió a abrir, cuando notó que alguien se sentaba a su lado. Y dejaba salir un sonido que era como una risa amarga.

—Tío, pero, ¿cuánto has bebido?

Era él. Harry tuvo la tentación de tocarle para ver si era real, pero por suerte en ese momento, antes de poder alargar la mano o articular en su cabeza «una botella de... no sé», sintió el desayuno subirle por la garganta. Vómito en una papelera.

Su mano estaba en su espalda. Su mano. La suya, la de él. Su mano. En su espalda.

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