Daelie quería respuestas, y las quería de inmediato. Pero si hubiera sabido lo que iba a encontrar en sus indagaciones, hubiera deseado permanecer en la ignorancia. Todo empezó al día siguiente de que les expulsaran de la biblioteca. La joven paseaba pensativa por los jardines de su casa, intentando averiguar por su propia lógica lo que era un río incendiado. Sonaba tan contradictorio, que para ella era imposible que tuviera sentido. Pero, sin embargo, estaba claro que tenía su significado. A veces se sentía estúpida por no saber verlo, y aquel era uno de esos momentos. Estaba tan perdida en sus pensamientos que, no detectó el peligro: Dëehl la estaba siguiendo. No salió de su ensimismamiento hasta que le oyó decir:
‒Cuando mamá se entere de lo del tatuaje que hace honor a tu nombre, te encerrará en el almacén con las ratas.
Ella se sobresaltó. Se le había olvidado cubrirse el brazo con algo e, inútilmente, lo tapó con su otra mano.
‒¿Cómo sabes tú esto?
‒Porque tengo ojos, y porque ayer estuve en la biblioteca y vi la escenita que montó tu novio el mezclas.
Ella lo miró de arriba abajo. Le resultaba absurdo que su odioso hermano no se hubiera ido ya de la lengua para fastidiarla.
‒¿Y se puede saber por qué no se lo has dicho a mamá?
‒Porque será un castigo mucho más sonado si lo descubre ella misma. Además, siendo una escoria tan despistada como tú, no tardarás en mostrárselo sin querer.
‒Eres una rata asquerosa.‒ le espetó ella.
‒Y tú un río incendiado.‒acto seguido, se tapó la boca y abrió mucho los ojos. Se le había escapado.
Daelie también abrió mucho los ojos. Le puso las manos en los hombros y lo zarandeó.
‒¿Qué acabas de decir? ¡Repítelo! ¿Qué demonios es eso del río incendiado? ¡Contesta!‒le gritó, desesperada por saber más.
¿Es que todo el mundo, menos ella y Silvan, sabía lo que era esa maldita metáfora? ¿Y por qué no debían enterarse de su significado? ¿Por qué el mundo se empeñaba en ocultárselo?
Estaba armando tal jaleo sin darse cuenta que no vio venir a Eldiva... ni a la sonora cachetada que le asestó en la mejilla izquierda.
‒Apártate de él, escoria.
Al parecer, ya todo el mundo sabía lo del tatuaje. La cogió sin mucha delicadeza de la muñeca y la arrastró hasta la buhardilla, donde la dejó encerrada y le dijo que la tendría sin salir de allí y sin comer dos días para que aprendiera a comportarse.
La buhardilla estaba llena de trastos y de polvo. Alguna que otra rata correteó para huir del estruendo que había ocasionado Daelie al ser empujada contra el suelo. Le dolía todo. El cuerpo. El alma, la mente. Allí no había ningún cuenco de agua con el que poder comunicarse y pedirles ayuda a Silvan o a Ethel. Por supuesto, podría conjurar agua y depositarla en algún trasto, pero no se sentía con fuerzas. Parecía que cada vez que se acercaba a una respuesta, una fuerza invisible que ella llamaba maldita coincidencia, la empujaba hacia atrás. Los astros se debían de haber alineado en su contra. Y no había nada peor para la suerte de un elfo que los caprichos de los cuerpos celestes.
Se levantó del suelo y apoyó la espalda contra la puerta astillosa. Frunció el ceño mientras cerraba los ojos y maldecía todo cuanto le había pasado en los últimos tiempos. Se miró las manos, y observó que las tenía llenas de suciedad, las uñas, rotas y débiles. Nadie hubiera dicho que pertenecían a una nerephin de su linaje. ¿Dónde encajaba ella en aquella familia de locura? Eberon, su padre, un elfo que en otra vida debió de ser un alga; su madre, una nerephin altiva y malhumorada; Alirion un engreído egoísta; Derva, una niñata engreída; y Dëehl, un frío calculador y obsesivo. Cada vez la idea de ser adoptada tomaba más forma en su cabeza... pero, ¿si tanto la odiaban, por qué la habían alimentado y acogido? No, por fuerza y por desgracia, pertenecía a esa familia. Entre ellos, físicamente se parecían, además, no habrían cargado con ella de no ser por los lazos de sangre. Cuanto más pensaba en ello, menos sentido tenía, y eso le ponía de los nervios. Ya era hora de ir a buscar a Silvan a su casa para ir a las clases con Ethel. Su amigo se estaría preguntando por qué no iba a recogerle. Pero de momento, no tenía fuerzas de avisarle. Se acurrucó contra la puerta, envolviendo sus rodillas con sus brazos, haciéndose un ovillo... lloró. De rabia, de impotencia. Volvía a sentirse una escoria, y los cortes de su brazo parecían estar al rojo vivo.