16. Vendaval

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‒Nevin.

El chico, que estaba embobado mirando la luna, no oyó que alguien lo llamaba con dulce voz a su espalda.

‒Nevin.

Reaccionó, se giró y ahí estaba Levia. En sus menudas manos llevaba una taza de chocolate caliente que le tendía con una sonrisa triste.

‒Gracias, hermanita.

La niña se quedó a su lado, contemplando la luna.

‒Hace ya cuatro días que se fueron, ¿estarán bien?‒le preguntó ella.

‒Si te digo la verdad, no lo sé...

‒¿Las estrellas no te dicen nada esta noche?

‒No. Y eso es lo que más me inquieta: que llevan sin dirigirme la palabra desde que esos dos se marcharon.


‒Daelie, Daelie despierta.‒le dijo el chico, zarandeándola.

‒Cinco minutos más, ¿vale?‒remoloneó ella.

Aunque Silvan se permitió el lujo de admitir lo adorable que se ponía cuando no se quería levantar, siguió insistiendo.

‒Tienes que levantarte, tenemos que irnos de aquí, ¡ya!

‒Pero, ¿qué pasa?

‒Oryll no está.

Aquello hizo que se levantara del viejo colchón de la habitación de la posada en la que habían hecho noche.

‒¿Cómo que no está?

‒Pues eso.

‒¿Pero no estaba contigo, durmiendo en tu cuarto?

‒Sí, y cuando me he despertado no estaba. ¿Recuerdas lo que nos dijo el posadero al llegar?

‒Que no permitiéramos que saliera de aquí ni que se acercara a ningún cliente... He oído que a los enanos de estos lugares les disgustan mucho los dragones. Tenemos que encontrarle o se va a armar un buen revuelo.

Entonces se oyeron gritos y relinchos en las cuadras.

‒Demasiado tarde...‒dijo Silvan, y los dos salieron corriendo de la habitación, sin importarles el hecho de que iban prácticamente en camisón.

Cuando llegaron a los establos, se toparon con una escena de lo más patética: dos elfos de la luz, de lo más dignamente vestidas, tiradas en el suelo, manchadas con heno y otras cosas mucho más repugnantes; dos caballos huyendo, desbocados, y el pequeño Oryll haciendo tirabuzones en el aire y encabritando al resto de animales. Se hubieran reído de no haber sido por la cara de aquellas dos. Silvan corrió a ayudarlas.

‒¿Se encuentran bien, señoras?

‒¿A ti qué te parece, mestizo?‒le respondió una de ellas, con un tono de lo más despreciable, mientras la levantaba.

Daelie, mientras se ocupó de hacer bajar al dragón.

‒¡Oryll! ¡Baja aquí ahora mismo!

‒¿Así que esa aberración de criatura es vuestra?‒preguntó una de las dos elfos.‒¡Oh! ¿Quién en su sano juicio viajaría con un dragón?

‒Ya te dije, hermana, que no debíamos hospedarnos aquí. Toda clase de inmunda plebe está aquí de paso, y esta es la prueba que confirma lo que digo. ¿Ves lo que pasa por no querer gastar más dinero del debido?

‒No, ¡si encima tendré yo la culpa!‒exclamó la otra.

Y así, mientras las dos discutían, Daelie consiguió que Oryll descendiera y se posara en su hombro. Silvan sonrió, aliviado.

Río IncendiadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora