Capítulo 58

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San Francisco, 2001.

No hubo rastro de triunfo en mi expresión cuando volví a presentarme como Gordon Shipman ante los guardias de Russell y tuvieron que dejarme pasar. Estaba tan nervioso que no hubiese podido demostrar dignidad aunque no la hubiese perdido hacía años.

La casa estilo townhouse contaba con una distribución que producía un efecto extraño: por dentro, parecía amplia y angosta al mismo tiempo. Los tonos tierra y oro de la decoración le daban un aspecto de otra época, acentuado por el papel tapiz con diseños florales. Los cuatro tramos de escalera hacia el tercer piso se me hicieron eternos, y un escalofrío me recorrió al pensar que estuve a punto de trepar hasta semejante altura por una frágil escalera de metal.

Miré por la ventana cuando Caddison me pidió que esperase mientras le preguntaba a Russell si estaba listo para recibirme. El transcurso de un año había evaporado a los fanáticos que alguna vez invadieron su calle, ansiosos de hacerle llegar su amor. Después de tantas risas y lágrimas, todos lo abandonaron. La rotación de la Tierra no se detiene por nadie y yo era el único dispuesto a pasar tantas décadas en pausa.

—El señor Weatherby está listo, señor Shipman —anunció Caddison, saliendo del dormitorio.

Pasé a su lado sin darle las gracias, sombrero contra el pecho, y abrí la puerta. La habitación tenía forma de ele, con un espacio que simulaba un pequeño recibidor, así que no podría verlo hasta dar vuelta a la esquina. Un leve cambio en su respiración indicó que sabía que estaba allí.

Cerré los ojos e inspiré profundo. Esta era la culminación de una eternidad de sufrimiento. La verdadera. ¿Qué iría a decirme? A lo mejor ni hablaríamos. A lo mejor caeríamos uno en los brazos del otro y la promesa de pasar el resto de sus días juntos quedaría implícita. Fuera como fuera, no podría estar seguro hasta dar esos pasos que me llevarían de regreso al lugar del que nunca quise irme.

Caminé despacio, bebiéndome el ambiente cálido y perezoso de su recamara. Me detuve frente a la cama y di media vuelta, mis rodillas rozando el armazón de hierro. Y lo vi, primero como un borrón, luego más definido y finalmente con una nitidez tal que creí que mis ojos estaban curados.

Russell yacía inerte entre mullidas mantas color caramelo, su cabeza flotando sobre una pila de almohadas. Estaba irreconocible, consumido por completo. El cáncer le había robado suavidad e inteligencia a sus facciones, arrinconándole la piel contra los huesos y reduciéndolo a una pasa arrugada. Las manos, unidas sobre el estómago, lucían tan enflaquecidas como su rostro, y bajo las mangas de su suéter, se insinuaban unos brazos cuyas venas parecían al borde de reventar.

Tenía la esperanza de encontrar en sus ojos una pista de la vivacidad ya perdida, un chispazo de humor, de ingenio, de lo que fuese. Pero solo hallé dos pozos tristes, amoratados, de los que alguna vez había catado el chocolate más amargo y delicioso.

Cuánto anhelaba derretirme como en ese primer encuentro. Que su presencia volviera a producir un choque dentro de mí, que mis músculos se pusieran rígidos y se me olvidara soltar el aire. Cómo deseaba poder decir que lo nuestro no había sido físico, que el haberlo conocido en su mejor momento no fue más que una afortunada coincidencia, que seguía enamorado de él y que nada me importaba.

Sin embargo, la realidad era otra. Al verlo así, diminuto y expectante con una débil sonrisa, lo que sentía estaba más cerca de lo que sentí a los cinco años, cuando mis padres me llevaron a visitar a mi abuela moribunda, o cuando me alzaron para verla dentro del ataúd en su funeral. Porque el intenso amor que creía profesarle era ya apenas un eco tenue en el fondo de mi alma, como las memorias felices de haber jugado con mi abuela a los dos años, que a los cinco estaban prácticamente extintas. Ahora solo quedaba la compasión que inspiran los enfermos terminales, sin que resulte relevante quiénes sean.

Mi amigo Russell (VERSIÓN EDITADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora