Capítulo 30

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Hollywood, 1962.

Recuerdo claramente la primera vez que necesité un vaso de whisky. Recuerdo, también, la primera vez que un vaso de whisky me causó problemas. Fue la noche en que Esclavos de la vergüenza llegó al cine. La noche en la que se tomó la fotografía que llevaba conmigo siempre, salvo cuando la necesitaba.

Estaba atardeciendo, era una de las primaveras más húmedas y calurosas que Los Ángeles hubiese visto, y Maureen no paraba ni un segundo. Recorría el apartamento saltando en un pie, tratando de calzarse uno de sus tacones, mientras buscaba un pendiente que se le había perdido y repasaba en voz alta todo lo que debía colocar en su bolso. Faltaban pocas horas para la premier y todavía le quedaba mucho por hacer, según ella.

Yo no la había visto en todo el día. Se levantó temprano para pasar la jornada en el salón de belleza; táctica que probó ser efectiva, pues su cabello, rostro y uñas prácticamente brillaban. Me dejó una nota en la mesa de luz avisándome de su plan y me resigné a la ineludible soledad de aquella tarde.

Fui a un bar a unas pocas cuadras de nuestro edificio. No un antro de perdición, como suelen ser los bares de ahora, sino un pub de lo más sencillo, con una atmósfera casi familiar. Había una televisión sobre la barra que solo mostraba partidos de béisbol ya transmitidos y el cantinero daba la impresión de cocinar sin lavarse las manos, pero sería suficiente para mantenerme ocupado.

Desayuné y almorcé ahí. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer: huevos fritos con tostadas y costillas de cerdo, todo atrozmente mal preparado. El refresco parecía jarabe, de modo que pedí una cerveza.

Conocí a varias personas interesantes. Un veterano de la Primera Guerra y su esposa, una pequeña enfermera tartamuda que le habría salvado de morir desangrado hacía casi cincuenta años —ambos llenos de historias extraordinarias—; un chico inquieto que me reconoció como el marido de una actriz e insistió en que le hiciera llegar su guion —terminé aceptando, pero el pobre estaba tan nervioso que olvidó dejarme la carpeta—; incluso un hippie de olor indescriptible ofreciéndome remedios caseros para todo tipo de mal.

Lo más impactante fue una muchacha embarazada cuyo esposo había sido llamado para ir a Vietnam, y que a pesar de su gigantesca barriga y la emoción con la que hablaba de la criatura, no tuvo inconveniente a la hora de retarme a un concurso de beber. Desde luego, habría tenido que estar loco para seguirle el tren, pero eso no le impidió sentarse a mi mesa mientras yo comía un pastel de queso y empinar el codo una y otra vez, contándome su vida con lengua torpe y apresurada.

Era agradable. Se llamaba Cecily y se había casado joven. Tenía los ojos más traviesos del mundo y una forma de expresarse muy cálida, más allá de la borrachera. Cerca de las cuatro de la tarde, estaba llorando en mis brazos. Le dije al cantinero que era mi prima para que me dejase acompañarla al baño, y pasé media hora arrodillado junto a ella, sosteniéndole el pelo mientras vomitaba.

Me gusta pensar que nos hicimos amigos. Tuvimos una larga charla sobre su esposo y sobre la guerra y sobre el futuro. Escribí mi nombre y mi número de teléfono en un papel, agregando un «por si algún día necesitas ayuda», y lo metí en su bolsillo antes de montarla en un taxi. Un mes después, su madre me avisó que había muerto. Se abrió el vientre con una percha oxidada y la ambulancia tardó demasiado en llegar. Tras oír la noticia, volví a beber en su honor.

Este encuentro me dejó aturdido y sumamente triste. Tal vez había sido la cerveza del almuerzo, pero fuera cual fuera el motivo, no pude evitar vernos a Maureen y a mí como esa chica y su esposo. Con los ojos perdidos en la espuma de mi vaso, me imaginé a mí mismo como un soldado que debía dejar todo atrás para ir a un país desconocido, dispuesto a dar la vida por los intereses de unos completos extraños. Me imaginé las noches solitarias y las cartas filtradas para no revelar información valiosa. Pensé en la humedad y los músculos entumecidos y, de haber tenido un mejor amigo, hubiese pensado también en su cabeza volando en pedazos en el campo de batalla.

Mi amigo Russell (VERSIÓN EDITADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora