Capítulo 23

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Hollywood, 1961.

Desperté una mañana con el apartamento y mi mente de cabeza. Por un minuto, olvidé que no estaba en casa y que unos extraños vivían allí, y la sensación de irrealidad fue vertiginosa. Desconocía este cubrecama blanco que envolvía mi cuerpo hasta debajo de las axilas, esta almohada que era demasiado blanda para mi gusto, este cielorraso gris y sin manchas. La cama estaba desordenada, el colchón sólido y fresco era cortesía del vende-colchones de Debra, y muchos de los muebles de la habitación seguían prácticamente embalados, con trozos de nylon forrando gran parte de ellos. Cajones abiertos y ropa tirada por doquier. Maureen no yacía a mi lado.

Escuché ruidos que venían del baño y olvidé cómo llegar. El apartamento no era grande, pero tampoco dejaba de ser confuso. Al tener un pasillo más o menos largo desde la sala de estar hasta el amplio dormitorio, nunca estaba seguro de qué puerta llevaba a qué sitio. Cuando las necesidades me llamaban por la noche, la mayoría de las ocasiones terminaba encerrado en un armario o abriendo el refrigerador.

Por fortuna, esta vez di con mi destino enseguida. Me urgía pararme frente al lavabo doble y mirar a los ojos a mi reflejo; así era cómo me recordaba a mí mismo que aquello no era un sueño, que de verdad estaba pasando.

Abrí la puerta y sentí ganas de vomitar al ver el diseño de aquel cuarto. Nunca me aclimataría a esta nueva moda, este insulto de azulejos marrones y anaranjados, con formas extrañas que repetían a gritos los ideales de la época. Además, Maureen recién había salido de la ducha, lo que daba como resultado un espantoso vapor que me hacía marear.

La vi ahí, mirándose al espejo, colocándose un poco de perfume detrás de las orejas. Con el sueldo ridículo que recibía, se encargó de abastecer nuestra casa de innumerables productos cosméticos. Ahora contaba con más maquillaje y fragancias sugerentes de lo que me gustaría y no vacilaba a la hora de comprar también colonias y artículos de higiene personal costosos para mí.

—Buenos días, tesoro —sonrió ella, concentrada en aplicarse un pintalabios rojo—. Hoy es el gran día, ¿eh?

Entonces todo me golpeó. En un par de horas comenzaba el rodaje de la segunda película de Maureen: El colibrí enjaulado. Luego de varios meses pesadillescos de planificación y discusiones creativas, el guion estaba terminado, los actores escogidos y la función lista para empezar.

Y he de admitir que yo fui el principal responsable de tantos conflictos de escritura. Aunque al principio había creído ser capaz de tolerarlo, la verdad era que el rumbo que iba a tomar la historia no me agradaba en lo absoluto. Me parecía una falta de respeto a la institución del matrimonio que se satanizara al marido de la protagonista solo para que ella pudiese tener otro interés romántico.

Defendí mis opiniones a capa y espada, con la excusa de que era un recurso narrativo muy perezoso asegurarse de que quien se interpusiera en la relación fuese un villano. Sin embargo, no se podía pretender que Hollywood tuviese grandes aspiraciones a la hora de desarrollar una trama.

La única persona que estuvo de acuerdo conmigo fue Russell, y no fue difícil convencerlo de dejarme solo. Uno de los escritores jugó con la posibilidad de hacer que Elizabeth se quedara con su esposo abusivo y él coincidió con que el final original era una mejor idea, a pesar de que ese no era el debate que yo había intentado poner sobre la mesa.

De vuelta en el presente, noté que Maureen me miraba con sus ojos de venado mientras se peinaba las cejas —¡yo ni siquiera sabía que las cejas se peinaban!— y me obligué a responder.

—Sí... el gran día.

Maureen exhaló una risita y volvió a girarse hacia el espejo.

—Asumo que vas a acompañarme, ¿no es así? El primer día no se hace gran cosa, así que no habrá problema si decides... quedarte por ahí.

Mi amigo Russell (VERSIÓN EDITADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora