Capítulo 16

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Nueva York, 1999.

Había accedido a ayudar a Debra en la galería a cambio de que me permitiera quedarme en su casa. Ella se aseguró de que entendiera que no necesitaba hacer nada para pagar su hospitalidad, pero yo insistí.

En cierto modo, me recordaba a las épocas doradas cuando trabajaba en la farmacia, llevando y trayendo paquetes y tratando con clientes.

La diferencia era que ahora tenía que usar un traje con el que podía sentirme cómodo y me pasaba el día rodeado de arte, no de píldoras y condones. Interactuaba con personas del ambiente y les presentaba las obras exhibidas a los visitantes, haciendo gala de un carisma que no había detectado jamás o del que había carecido por mucho tiempo. Era como un sueño hecho realidad; lo más cerca que se me permitía estar de mi verdadera vocación.

Tres días después de ese retorno a lo desconocido, la secretaria de Debra, una mujer joven y rolliza llamada Wendy, me avisó que su jefa quería verme en el despacho. Eso me pareció extraño. Sabía que mi amiga no era nada tradicional, así que hubiera supuesto que, si quería decirme algo, vendría ella misma a hablar conmigo. Comprendí de inmediato que se trataba de un asunto importante.

La oficina de Debra era un espacio grande y moderno. Todo el mobiliario daba la impresión de haber sido robado de la mejor generación de la Bauhaus, desde el amplio escritorio hasta la impresionante silla de cuero. En la pared blanca detrás del asiento, colgaban alrededor de cincuenta fotografías de su dueña posando junto a celebridades de todos los rubros.

Destacada, más grande que cualquier otra y sintiéndose como un vórtice que amenazaba con tragarse al resto de la habitación, había una enorme imagen en blanco y negro de una Debra un poco más joven y sonriente, haciendo un brindis de champagne en una fiesta con nada menos que Joanne Woodward y Paul Newman. Años después, ella seguía refiriéndose a esa noche como la mejor de su vida.

Cuando bajé la vista del extraordinario recuerdo, me encontré con que Debra estaba sentada ante su escritorio.

—Ponte cómodo, Gordon —me pidió, quitándose las gafas de sol—. Esto nos tomará un tiempo.

Torpe como solo yo podía ser, tanteé mi camino hacia una de las dos sillas que estaban reservadas para los invitados. Con la calma habitual, la empresaria comenzó a acomodar los papeles sobre la mesa, quizás olvidando que ya no estaba sola. Esperé a que terminase y se concentrara en mí.

—Escucha —suspiró, luego de apilar los documentos—, necesito que me contestes con toda la sinceridad posible.

Descolocado por lo serio que se había tornado su semblante, me enderecé en la silla y mi cabeza dio un leve asentimiento.

—¿Qué piensas...? —Dejó la pregunta en el aire unos segundos antes de reformularla—. ¿Qué vas a hacer?

—¿Qué voy a hacer con qué?

Puso las manos encima del escritorio e hizo un dubitativo gesto de «tú sabes», lo cual me confundió todavía más.

—¿Qué piensas hacer si encontramos a Clark?

Retrocedí. No había mencionado el tema de Clark durante mi estadía en su casa, y supuse que estaba evitando hacerlo porque su secretaria no pudo dar con él. Pero quizás había sido una equivocación mía. La forma en que sus ojos viajaban a través de la habitación, eludiendo a mi inquisitiva mirada, me daba todas las razones para creer que Clark no estaba tan desaparecido como supuse.

¿Qué iba a hacer si lo encontrábamos? A decir verdad, no tenía la menor idea. Nunca anticipé llegar a esas instancias en primer lugar, y tampoco contaba con los nervios para mentirle a la persona que mejor me conocía en el mundo.

Mi amigo Russell (VERSIÓN EDITADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora