Capítulo 11

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Hollywood, 1959.

Hacia la medianoche, el festejo no daba ningún indicio de estar tocando su fin. Por el contrario, parecía que la música se tornaba cada vez más movida y la multitud más animada. Habíamos pasado por una etapa de Elvis Presley y ahora atravesábamos una especie de homenaje a nuestra infancia y adolescencia, a las canciones de siempre, con Glenn Miller, Benny Goodman y todos los demás.

Ninguno de nosotros había vuelto a hablar con Russell desde que le entregamos sus obsequios. Él estaba demasiado ocupado siendo un ídolo popular, flotando de un grupo a otro y manteniendo conversaciones coherentes con cada uno de ellos. Los invitados tenían una silenciosa guerra por captar su atención, por sentirse dignos de estar ahí.

A esas alturas, podía decirse que ya había bailado con casi todas las mujeres de la fiesta, sin importar su estado civil. Era entretenido observarlo. Se desenvolvía estupendamente con los múltiples ritmos y cualquier pareja, y yo tenía el presentimiento de que no había nada ni nadie a quien no pudiese seguirle el paso.

Agotados tras una larga sesión de fingir que sabíamos lo que hacíamos, Maureen, Debra y yo nos sentamos en unas sillas a un lado de la pista. La gente a nuestro alrededor daba la impresión de no notarnos o ignorarnos sin piedad —me decanto por la segunda opción—, como si los forasteros que habían llegado hasta allí de pura coincidencia no tuviésemos ningún dato interesante que aportar a su mundo ya cerrado. Para ser honesto, creo que tenían razón.

Mi esposa se había ganado bastante admiración, para lo marginados que nos sentíamos. Muchos hombres ilustres se le acercaron para pedirle una pieza, una noche de pasión o incluso una vida juntos, prometiéndole castillos dorados y haciendo como que no veían nuestras alianzas de matrimonio. Ella rechazaba las ofertas con cortesía y cuando terminaron por hartarme, coloqué mi brazo alrededor de sus hombros. Eso fue suficiente para ahuyentarlos. Era como estar de nuevo en la preparatoria, y la chica más bella seguía conmigo.

Debra nos abandonaba por momentos fugaces. La primera vez que regresó estaba emocionada porque uno de sus galanes favoritos le había preguntado dónde quedaba el baño; la segunda, quería beber ponche porque las melodías frenéticas de Chuck Berry le dieron sed —un sujeto había aceptado bailar Johnny B. Goode junto a ella, por pura lástima y porque no sabía con quién trataba, y ahora el tipo estaba en el patio trasero, remojándose los adoloridos pies en la piscina—. Después solo fueron recordatorios de cómo ese hombre tan encantador la tomó en cuenta, antes de continuar gastando las suelas de los zapatos y siendo el deleite humorístico de los presentes.

Russell aparecía esporádicamente, aunque nunca se acercaba a charlar. Tomaba a las chicas por la cintura y luego las hacía girar y siempre terminaba cargando a alguien para darle a sus coreografías un cierre de comedia musical hollywoodense. A veces, cuando se cansaba, gustaba de pararse en un rincón apartado, pero nos daba miedo ir con él porque nos parecía que deseaba estar solo.

Cuando Lynda Carroll emergió de entre las sombras, radiante y con sus piernas kilométricas asomándose bajo la falda de su ceñido vestido negro, lo primero que hizo fue acudir al encuentro del cumpleañero. Conversaron unos minutos. Si bien por la distancia no podíamos oírlos, a ella se la notaba más seductora que un súcubo. Se inclinaba mucho hacia él, le tocaba el hombro e incluso le arreglaba la corbata o algún cabello fuera de lugar. También soltaba sus emocionantes risas abiertas, con tanta frecuencia que me hacía cuestionarme qué podría estar diciendo que fuera tan gracioso. Al menos para mí, era obvio lo que pasaba, y de cualquier modo, Debra no tardó en manifestarse para aclarar el misterio.

—Estuvieron juntos —nos susurró. La actriz había tomado a Russell de la mano y lo guiaba medio corriendo hacia el centro del bullicio—. Russ y Lynda, estuvieron juntos.

Mi amigo Russell (VERSIÓN EDITADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora