Nueva York, 1999.
La mansión Peterson era un gigante presumido entre un centenar de monstruos iguales, diferenciándose solo por su estilo art-noveau. A aquellas alturas del año, como era de esperarse, la arena blanca que se fundía con el césped estaba cubierta por una gruesa capa de nieve. Había estado helando todo el santo día y fue un milagro que mi avión pudiese aterrizar antes del peor momento.
El coche que Neville Peterson envió a por mí se detuvo ante el enorme portón de hierro. Cuando las cámaras de seguridad nos captaron, las dos hojas de barrotes comenzaron a deslizarse hacia los muros con un chirrido grosero, que repitieron al cerrarse detrás de nosotros.
Aparcamos finalmente en la rotonda que rodeaba un cantero sepultado, justo en frente del colosal edificio de tres plantas. El chofer me ayudó a bajar y yo me quedé unos instantes admirando el pórtico de mármol.
Un empleado se llevó mis maletas y dos más me ayudaron a subir los cinco escalones —poco menos que como si fuese un inválido—, para luego ponerse a cada lado de la puerta de bronce, abriéndola de par en par. Ahí fue cuando apareció frente a mí un recibidor sorprendente, con baldosas blancas y marrones en el suelo y un techo tan alto que apenas alcanzaba a distinguirlo.
Pronto me encontré en el lujoso salón. Seguía tal y como lo recordaba. Allí estaban la chimenea bizantina, las puertas francesas que llevaban al jardín trasero y, en el centro, el infaltable canapé beige y la mesita del teléfono al lado.
De repente, Marlon Brando salió corriendo del pasillo por el que se iba a la cocina e intentó abalanzarse sobre mí. Entre risas, bajé la vista y observé cómo el Schnauzer miniatura de Debra olisqueaba mis zapatos. Cuando reconoció mi olor, apoyó sus patas plateadas sobre mis piernas y empezó a ladrar alegremente.
—¿Cómo estás, Brando? —le sonreí, temiendo que mi espalda se quejara si trataba de agacharme para saludarlo.
El perro se volvió loco cuando me escuchó decir su nombre. Con felicidad alterada, dio inicio a una coreografía de saltos y sacudimientos de cola alrededor de mi cuerpo, casi haciéndome caer mientras yo luchaba por llegar al sillón. A pesar de que su barba de viejo y sus cejas gruesas le daban una expresión chistosa y enfadada, seguía siendo el mismo cachorro entusiasta que los Peterson adoptaron años atrás. Supongo que todos los de su especie se parecen a sus dueños.
—Espera, amigo, déjame llegar —supliqué.
No hubo caso. Brando estaba demasiado contento para tranquilizarse.
—¡Brando, deja al tío Gordon en paz! —llegó una voz femenina, aguda aunque firme.
El aludido paró en seco, levantando las orejas en señal de alerta. Después, salió como disparado al encuentro de su ama. Debra estaba parada en el límite de la estancia, limpiándose una mancha de chocolate de la comisura de su boca carmesí. Con maternal ternura, se inclinó para levantar al animalito y se puso en pie con él entre los brazos, depositando besos sobre la cara peluda. Por un momento, pareció olvidarse de mí.
No había cambiado mucho desde la última vez que nos vimos. Con la aparición de la minifalda —«uno de los inventos más vulgares de la humanidad», según ella—, había sustituido los vestidos esponjosos y formales por trajes de negocios. Ahora lucía su favorito: una exquisita combinación de pantalones y chaqueta abierta, los dos gris claro con finas y prácticamente invisibles rayas blancas. Llevaba unas gafas oscuras redondas, de esas que ya habían pasado de moda hacía años y que usaba cada vez que podía, por más que no hubiera sol.
Estuve a punto de hacerme notar aclarándome la garganta, cuando la nueva nariz —pequeña y respingona, cortesía de Neville Peterson y sus bisturís milagrosos— se alzó en dirección a mí, y una sonrisa condescendiente se dibujó en sus labios.
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Mi amigo Russell (VERSIÓN EDITADA)
General FictionEn 1959, la pacífica vida suburbana de Gordon Shipman se vio comprometida cuando Maureen, su mujer, consiguió el papel estelar en la nueva película del afamado actor Russell Weatherby. La misma película que terminó alejándola de él y arrojándola al...