Los Ángeles-Nueva York, 1969.
El anuncio de la boda de Debra me dejó en un peculiar estado de excitación que se prolongó por meses. No era desagradable, aunque quizás estaba entretejido con cierta envidia. Hacía más de una década, yo mismo me alistaba para mi día soñado. El día que mi amiga había esperado por tanto tiempo, con tanta fuerza.
Recuerdo haber pensado que Maureen y yo estaríamos juntos para siempre. Recuerdo, también, haber pensado que Debra jamás tendría algo como lo que nosotros teníamos. La ironía de que ahora ella estuviera a punto de casarse con un hombre que la amaba con locura mientras quien alguna vez la había considerado incasable se encontraba irremediablemente solo, me arrancaba una risa ácida en ocasiones.
Debía dejar de pensar en aquello. No estaba solo. Tenía a Russell. Si bien el matrimonio estaba fuera de nuestras posibilidades, lo quería, y estaba convencido de que él empezaba a quererme también. ¿Por qué no iba a hacerlo? Atendía todas sus necesidades, lo escuchaba, siempre lo recibía y despedía con una sonrisa. Sin estar en realidad casados, yo era el mejor marido que alguien pudiera tener. Alguien como Russell, para ser exactos, que no le confiaba su secreto a nadie más, que no soportaba los sentimentalismos, que requería tanta atención y tantos cuidados.
Así que sacudí las ideas negativas de mi mente. Un papel y un anillo y una vida compartida no hacían a la pareja. Eso no iba a cambiar porque Debra y su novio decidieran dar aquel paso. Me lo repetí hasta metérmelo en la cabeza y me lo volví a repetir un par de veces por si acaso. Y entonces me di cuenta: había estado tan ocupado luchando contra ciertas emociones, que olvidé por completo pensar en algo que regalarle por sus nupcias.
La duda me quitaba el sueño. ¿Qué podía dársele a alguien que ya contaba con todo? ¿Qué podían comprar mis buenas intenciones que no pudiese comprar su dinero? ¿Qué obsequio maravilloso había sobre la Tierra que alguno de sus amigos ricos no pudiese conseguir en mejores condiciones? Al final, ella misma me daría la respuesta sin darse cuenta.
—Bueno, ya me ocupé de las invitaciones, escogí las flores, al vestido le están haciendo unos arreglos y el primer baile será I wanna be loved by you —repasó una noche en que estábamos sentados en el pórtico fumando y ella no podía parar de moverse—. Todo está bajo control. Pronto podremos empezar con los ensayos y...
—¿Y ya pensaste quién va a entregarte? —pregunté.
Debra se quedó repentinamente quieta. El cigarrillo estuvo a punto de escurrírsele de los dedos.
—Debra... —insistí—. ¿Lo pensaste?
No imaginé el dolor que le causaría mi planteamiento hasta que le vi la cara. Mi amiga no hablaba mucho de su familia —solo daba datos al pasar que coloreaban anécdotas no relacionadas—, pero sabía que la única figura estable que tuvo fue su abuela, quien ya era difunta. Fuera de ella, no se me ocurría nadie que estuviese dispuesto a aceptar el honor.
—¿Alguna vez te hablé de Wanda Khodjaniyazova? —dijo después de un silencio largo.
Meneé la cabeza. Debra dio una calada más profunda de lo normal y liberó el humo a una velocidad agonizante. En sus ojos se vislumbraba un cariño particular, una admiración desmesurada.
—Vivió con nosotras un tiempo. Con mi abuela y conmigo, quiero decir. No entendía bien qué hacía en nuestra casa; era aún muy pequeña. Los primeros años de mi vida fueron con la señorita Khodjaniyazova durmiendo en la habitación contigua. Era la mujer más impresionante del mundo.
Volvió a callarse unos instantes y no la interrumpí. Luego siguió como si nada.
—Era alta. Quizás más alta que yo, o quizás la percibía así porque era una niña mirando a una adulta. Le llegaba a la mitad de las pantorrillas y tenía que agacharse para vernos los rostros. Recuerdo la primera vez que ocurrió. —Rio, nostálgica—. Un día, cuando se fue a trabajar, la puerta de su dormitorio quedó entreabierta. Mi abuela dejó de controlarme unos segundos y fue suficiente para meterme dentro. Solo me encontraba con la señorita Khodjaniyazova durante el desayuno y la cena, así que me daba curiosidad.
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Mi amigo Russell (VERSIÓN EDITADA)
Fiction généraleEn 1959, la pacífica vida suburbana de Gordon Shipman se vio comprometida cuando Maureen, su mujer, consiguió el papel estelar en la nueva película del afamado actor Russell Weatherby. La misma película que terminó alejándola de él y arrojándola al...