Capítulo 8

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Hollywood, 1959.

Corté el suculento filete que tenía delante, en un intento de ignorar que éramos el centro de atención. El sol seguía siendo mortífero, ardiendo sobre nuestras cabezas aun con la amplia sombrilla de por medio, y todas las mujeres miraban hacia nosotros, a punto de usar las servilletas como abanicos y olvidando por completo a sus maridos ofuscados. Estaban demasiado enfocadas en Russell como para respetar su privacidad o sus propios compromisos.

Él no parecía cohibido por el interés del público. Yo había cometido el error de hacerle una pregunta trivial sobre su trabajo mientras esperábamos la comida, y se estaba tomando el tiempo del mundo para responder, hablándome como si fuese uno de sus admiradores.

Cualquiera hubiera sido capaz de entender que su colección de anécdotas y explicaciones surgían de la más profunda humildad. Russell no se consideraba mejor que los demás por ser exitoso; simplemente sentía una genuina pasión por lo que hacía y disfrutaba charlando del tema. Sus palabras y sus gestos eran los que yo adoptaría después de recibir un aumento de sueldo.

Era fascinante oírlo, tan cordial como temeroso de que no pudiese comprenderlo, soltando todo el tiempo frases del tipo «es un lío» y «no quisiera aburrirte.» De todos modos, seguía hablando.

—El asunto con el cine —dijo luego de tragar una porción de comida humeante— es que muchos directores se olvidan de que los actores son personas. A veces esperan que te vendas y renuncies a tus principios con tal de conservar un papel. Y con los años uno se acostumbra, pero al comienzo... —Miró a Maureen—. Algo así pasó en el estudio, ¿no es cierto, Maurie?

La aludida estaba bastante absorbida por su plato y cuando él le habló, dio un pequeño respingo antes de contestar.

—Sí, es verdad.

—Martin es un tipo formidable —prosiguió Russell—, el problema es que se deja presionar.

Maureen frunció el ceño sin dejar de sonreír.

—Bueno, no es fácil levantarse en contra de los censores.

Me dio la impresión de que si hubiera estado sentada junto a él y no al lado de mí, le habría apoyado la mano en el brazo al puntualizar aquello. Aunque por supuesto, no podía estar seguro.

—Yo lo he hecho cientos de veces —recordó Russell, con firmeza—. Es cuestión de atreverse, porque cuando eres talentoso, no van a perderte por una opinión. Así fue cómo llegué tan lejos. Puedes rechazar todos los guiones que quieras, pero si eres difícil de reemplazar, te aguantan.

—No sé si me arriesgaría...

—Es que tú aún no eres conocida. Solo haz una o dos películas más y serás imprescindible. Espera y verás.

Estaba haciéndome enfadar. No dudaba que fuese una persona bienintencionada, porque eso saltaba a la vista; era solo que, en mi paranoia un poco compartida con los otros esposos del jardín, vislumbraba una suerte de secreta sensualidad entre ellos. Y a lo mejor ni los propios involucrados se habían dado cuenta. Se trataba de un atisbo de algo reprimido y vagamente erótico, que era más que suficiente para ponerme los pelos de punta.

A este punto, todo en lo que podía pensar era ponerme de pie, señalar a Russell con un dedo acusador y gritarle que no tocase lo que era mío, u otra estupidez similar. Qué ridículo. Él no intentaba robarme nada. No podía evitar tener esa influencia sobre el sexo opuesto, así como Maureen no podía detectarla ni mucho menos hacer algo para detenerla. Era una cuestión platónica por la que no tenía sentido alarmarse.

—Pero Maureen no va a hacer más películas —me metí en la plática, desesperado por reafirmar mi autoridad.

Los dos quedaron en silencio y la forma en que me contemplaron estuvo a punto de ser hiriente. Me sentí fuera de lugar. Todos tenían una razón de vital importancia para estar en esa escena, exceptuándome a mí.

Mi amigo Russell (VERSIÓN EDITADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora