CAPÍTULO XIV

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Lo que había pensado era cierto: mi carcelero ahora gozaba torturando a Día y Noche. Mientras me traía pan y agua con regularidad, lo que yo calculaba como dos veces al día, a ellas rara vez les traía algo. Aquellas mujeres le suplicaban siempre unas gotas de agua, o tal vez unas migajas de pan. Esto lo hacía hinchar de placer a él. Agradezco nunca haberle mendigado nada, ni siquiera en mis días de hambre descomunal o de sed insaciable.

Muchas veces corté a la mitad el pan y lo lanzaba en diagonal a la celda de Noche, puesto que, aunque el calabozo de Día estaba al lado del mío, estaba lo bastante separado como para que, ni las dos sacando nuestros brazos a través de los barrotes, pudiese haber contacto alguno. Así que deslizaba con fuerza el pan por el suelo, en dirección a la celda de Noche y esta, luego lo partía a la mitad y lanzaba un pedazo a Día.

La primera vez que intentamos este proceso, Noche se negó a pasar la mitad del pan hacia la celda de Día. Tuve que interceder, amenazando a Noche con dejarlas morir de hambre si ella no colaboraba. Me sentí cruel al usar esa nefasta herramienta, pero no tenía opción.

Cuando se trataba del agua no había manera de poder ayudarlas. No podía hacer lo mismo que con el pan sin que esta se derramara. Así que solo podían beber cuando nuestro carcelero les traía agua. Agradecía por una parte que el agua no pudiese ser compartida, porque no podría negarme a ayudarlas si se pudiese y tampoco quería arriesgarme a beber menos, necesitaba el doble de cantidad para mantener a mi bebé conmigo.

Los días estaban transcurriendo sin mayor novedad. Ya no esperaba nada, estaba resignada a morir encerrada en este mugroso calabozo. Pero parece que la vida no pasa sin que nosotros actuemos activamente. ¿Qué tendría qué hacer ahora? Lo sabría pronto. El carcelero abrió mi calabozo y me tomó del brazo, sin darme una explicación sobre a dónde me llevaría. Decidí no preguntar.

Atravesamos la pesada puerta de madera. Caminamos por un largo pero angosto pasillo de piedra, oscuro como todo el lugar, solo alumbrado por pocas velas. Si me dispusiera huir, no lo lograría. Parecían los mismos pasillos. Era como un laberinto. De vez en cuando se divisaba una puerta de madera como donde se encontraba mi calabozo, el de Día y el de Noche. Supongo que habrá más calabozos allí. O tal vez oficinas.

Luego, mi carcelero abrió una de las tantas puertas de madera pesada. Enseguida vi unas escaleras. Antes de pedirme que las bajara, tomó mis muñecas, las juntó en mi espalda y las amarró con una cuerda. Se aseguró que fuese imposible que me soltara. Comenzamos a bajar las interminables escaleras en espiral. Estaba oscuro, así que traté de bajar con sumo cuidado. No quería resbalar y morir sin haber vuelto a ver la luz del sol.

Las escaleras desembocaban en un cuarto también de frías paredes de piedra. Este, en cambio, tenía más velas, lo que lo hacía más luminoso. También tenía una chimenea de ardientes llamas. Mi carcelero se fue y se marchó, dejándome en compañía de tres hombres. Dos de los que se encontraban presente los conocía. Uno de ellos era el señor mayor de túnica morada que había visto en el azote del hombre del pueblo, también fue él quien me buscó en mi casa en el campo. Él otro hombre no lo reconocí. Finalmente, para mi desgracia, el último de los tres, era Enzo. Me quedé petrificada –gracias a la sabiduría de Dios–, de otra forma hubiese descargado mi ira contra él.

El hombre que no conocía me indicó que me sentara en la única silla que había en la habitación. Obedecí.

– Dígame, joven Fortunata ¿sabe usted por qué está aquí? –preguntó el desconocido.

Asentí con la cabeza. Quería hablar lo menos posible.

– Bien. Entonces todos estamos de acuerdo que es usted una fornicadora.

Mis ojos se humedecieron. Me sentía juzgada, expuesta y avergonzada. Esto era muy humillante.

– Así parece –dije en voz baja, con la vista clavada en el suelo.

– ¿Algo más que quiera confesar? –preguntó con dureza.

Negué con la cabeza.

– ¿Segura? –preguntó como si conociese algo que yo no.

– Segura –respondí aun sin verlo a los ojos.

– Bueno, parece que la sinceridad y las palabras no son lo suyo –dijo.

Alcé mi vista enseguida ¿a qué se refería? Ya había confesado y aceptado mi condición de fornicadora ¿qué más debía decir? estaba confundida. Enzo y su Excelencia (el hombre de túnica morada) estaban al fondo de la habitación aun sin pronunciar palabras.

– Probemos de otra manera, levántate –ordenó.

Me levanté de la silla, aterrada. Su tono era amenazante. Él, por su parte, se acercó a Enzo, este le tendió un instrumento de hierro, tenía dos placas de hierro unidas a cada extremo y una manivela. Se puso detrás de mí. No intenté voltear siquiera. Aun sabiendo que estaba tras mi espalda, me sobresalté al sentir sus dedos tocando los míos. Tomó mis dos dedos pulgares y aun con mis manos atadas, puso la punta de ambos dedos entre las dos placas de hierro del extraño artilugio. Sentí como estas se fueron apretando de a poco. Empecé a sentir un punzante dolor.

Sentía como si un fuerte animal me mordiera los dedos sin soltar su agarre ni un segundo. Las uñas me dolían muchísimo, así que comencé a gritar, suplicando que me soltara. El hombre no paró, al contrario, mientras apretaba el aparato, comenzó a hacerme preguntas:

– ¿Y bien? ¿hablarás? ¡¿Confesarás que eres una bruja!?

El intenso dolor no me dejaba siquiera negarlo.

– ¡Confiesa! ¡Confiesa de una vez! –exigía.

– ¡Por Dios! ¡Para! –gritaba en medio de la tortura –Juro por Dios que no soy una bruja.

– ¡Já! –se mofó –aparte de pecadora y fornicadora, también jura en vano.

– ¡Por favor! ¡Por favor! ¡Deténgase! –gritaba en medio del llanto.

– ¡Impura! –dijo con odio antes de detener su tortura.

Finalmente se detuvo y caí al suelo. No soportaba el dolor, no podía siquiera apretar mi vientre para aferrarme a mi bebé. Mis manos seguían atrás, pero no sentía mis dedos pulgares. Los tres hombres se marcharon. Y al poco rato llegó mi carcelero. Tomándome de los brazos con brusquedad. Yo no paraba de llorar durante todo el recorrido hasta mi calabozo.

Una vez que llegué, me soltaron las muñecas y arrojaron en mi calabozo. Mis pulgares estaban hinchados y ensangrentados, mis uñas eran moradas, como si hubiese estado en un despiadado invierno. Apoyé las manos en mi vientre, me aferré a mi hijo. Necesitaba fuerza de alguien para seguir. Ya no podía soportarlo más. ¿Por qué Dios no se apiadaba de mí? ¿Por qué no me dejaba morir? Ya no quería estar en este mundo cruel y muchos menos dejar a mi hijo acá. La idea de irnos al Nuevo Mundo era tentadora, pero ¿Qué me aseguraba a mí que allá no había gente tan impía y miserable como aquí? La maldad siempre se esparcía más rápido que el bien.

Ningún lugar sería para mí seguro. Estos hombres que me han acusado falsamente hoy, están desplegados por todo el mundo. Ocultos tras sonrisas falsas, sintiéndose superiores, predicando lo que ellos no practican: el amor al prójimo. Mi Dios seguro se siente decepcionado por el rumbo que han tomado las acciones de sus semejantes, malinterpretando sus Santas Palabras.

Día y Noche insistieron por un largo rato para que les contara que me habían hecho. Yo no quise hablar, no tenía ánimos. Estaba con mucho dolor, tanto físico como emocional.

Solo quería un abrazo.

SIETE EXISTENCIAS || La primera: el amor ardeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora