CAPÍTULO II

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El regreso a casa fue silencioso. Ambos estábamos debatiéndonos entre la incomodidad, la vergüenza y el deseo. Afortunadamente fue relativamente rápido, el camino era de tierra y se abría paso por el bosque con facilidad. Anteriormente, seguro era una tortura atravesarlo, ya que está lleno de espesos matorrales, arbustos y grandes árboles. Pero debido a esas dificultades, el padre de mi padre, valiéndose de un hacha y un palo de madera, construyó este camino. Decía mi padre que mi abuelo hizo este camino durante una larga temporada, todo por ver el rostro de mi abuela feliz cuando le enseñara, por primera vez, el lago. Así, mi abuela decidió dar a luz a sus nueve hijos a orillas de este.

Sumida en mis pensamientos sobre el bosque y la construcción del camino, olvidé por completo la presencia de Ricardo. Así que me tomó por sorpresa cuando extendió su puño cerrado hacia mí.

– Toma. Pon tu palma – dijo.

Alargué mi palma hacia él, y poco a poco dejó caer unas diminutas flores blancas. Conté nueve.

– Que lindas –dije con sinceridad.

– El número no es por azar. Son nueve porque quiero que esa sea la cantidad de hijos que traigamos al mundo –dijo viéndome fijamente a los ojos, su mirada demostraba complicidad.

Me sonrojé. Muda. Feliz.

– ¿Por qué nueve? –pregunté curiosa

– Porque tú abuela tuvo nueve –sonrió dulcemente.

Enmudecí. Estaba asombrada. No recordaba haberle contado esa anécdota tan íntima y minúscula de mi familia. Tampoco esperaba que, de haberlo hecho, lo recordara. Para mayor sorpresa, sale a relucir este comentario justo cuando lo venía pensando en el camino. En definitiva, nuestras mentes están conectadas, espero que nuestras almas también.

– ¿Y por qué mi abuela es nuestra referencia? –quise saber –ambos venimos de familias pequeñas.

– Justo por eso. Tanto tú como yo, tenemos solo un hermano –Dijo con voz quebrada –Y ambos, ya no se encuentran con nosotros –se aclaró la garganta.

Recordar eso hizo del ambiente algo penumbroso. Allí, rumbo a casa, el camino de tierra muchas veces se oscurecía por las copas de los árboles, apenas permitiendo la entrada de algunos rayos de luz. En otro momento, ese hecho era acogedor, ahora, con esa idea en la cabeza, hace triste el recorrido.

Tanto Ricardo como yo habíamos tenido un hermano. Pero ambos partieron de este mundo. El mío, muy joven. Apenas un bebé, murió pocos días después del nacimiento sin razón aparente. Mis padres entristecieron, era su primer hijo varón y había muerto, pequeño, sin dejar descendencia. Luego de eso, mi madre no logró volver a concebir. El de Ricardo, murió junto a su madre, a ambos les atacó alguna gripe y no lograron recuperarse. Su padre llamó a los mejores doctores, curanderos y sacerdotes, pero no se salvaron. Este triste hecho, sumergió al padre de Ricardo en el alcohol, ahora es un hombre amargado y andrajoso.

Entre tantos pensamientos y confrontaciones internas, llegamos a la casa sin darnos cuenta siquiera. En el umbral de la puerta nos detuvimos.

–Quédate –le pedí –por favor.

–Fortunata... –Dijo mientras se frotaba las sien con sus dedos índice y medio – ¿De verdad? Ayer te dije el inconveniente.

–Lo sé, pero mis padres no vendrán en varios días. Y pues... yo acá en este campo...sola –dije con la mirada en el suelo y conteniendo una sonrisita.

Lo oí bufar.

– ¡Oye! Eso no es cordial –protesté.

– Ya, lo siento. Está bien, entremos –dijo muy sonriente.

SIETE EXISTENCIAS || La primera: el amor ardeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora