CAPÍTULO XII

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Perdí la noción del tiempo. No sé cuántos días llevo acá encerrada ni cuánto más durará. Estoy agotada, me siento abandonada. La fuerza que me queda es por mi bebé. No sé si Ricardo está bien, libre, detenido o en un barco al Nuevo Mundo. El hombre que llegó ebrio ya no está, se lo llevaron hace poco.

He comido y bebido muy poco. Como mucho han sido apenas dos hogazas de pan y una jarra de agua. Me siento débil, he perdido mucho peso. Extraño el campo, el sol, la leche fresca y sobre todo, a mis padres. Solo de pensar en ellos mis ojos se humedecen. A veces sueño con ellos, otras tantas, en mis momentos de más debilidad, los escucho.

Mis conversaciones con Dios ahora son más seguidas y extensas. Muchas veces le pido perdón por mis pecados. Otras tantas, cuando me siento abandonada, le recrimino por poner tentaciones en nuestro camino que sabe que no podremos ignorar. Él más que nadie nos conoce, somos su creación. Espero que tenga misericordia y piedad de mí, puesto que en el fondo no me siento pecadora, todo lo hice con amor y planeaba vivir en santo matrimonio. Pido que deje salir con vida a mi bebé, que acabe de una vez esto. Que sean cien azote si les place y luego me dejen ir. Escucha mis plegarias, mi Señor...

Mis pensamientos fueron interrumpidos por el sonido de la puerta de madera. Ahora ese sonido me traía sentimientos diferentes: por una parte me aterraba, significaba la entrada de mi cruel carcelero. Por otra, significaba libertad, aunque para eso fuese necesario azotarme públicamente.

Cuando la puerta se abrió, el carcelero entró acompañado de una joven solo un poco mayor que yo. Era también pelirroja, pero con ojos verdes. Aunque la luz que aportaban las velas era escasa, mi vista se había acostumbrado bien, pude ver que era preciosa aun cuando el terror en sus ojos estaba presente. La empujó dentro del calabozo que estaba frente al mío, es decir, el último del lado derecho.

Antes de irse el carcelero, así como había hecho la vez que trajo al hombre ebrio, nos prohibió conversar y se largó. No me importó su advertencia.

– ¿Por qué estás aquí? –le pregunté con mi débil voz.

Ella, estando aterrada, no contestó.

– Puedes hablar, él no vendrá hasta mucho rato después –le dije –nadie nos escucha –la incité. Por su parte, ella sopesó las consecuencias un momento breve y luego dijo:

– Por robar pan –bajó su mirada, avergonzada.

– No te preocupes. No te juzgo. ¿Te dijeron que harán contigo?

– Sí –sollozó –me azotarán.

– ¿Te dijeron cuándo? –quise saber.

– Mañana por la mañana.

Sin querer decir algo más. Se refugió en el fondo de su celda. Varias veces la escuché llorar. Me pregunto por qué a ella le dijeron cuando la azotarían y a mí no. Seguro Enzo estaba involucrado, buscaba torturarme. Al menos tengo la esperanza de que me azoten mañana también. Tal vez esperaban tener un número importante que sirviera para dar el ejemplo al resto del pueblo.


Han pasado diez miserables días, todos llenos de angustia. Es como una muerte en vida al no saber nada de Fortunata. A duras penas he comido y dormido, mi cuerpo está descompensado. La he buscado cada día, desde el alba hasta el anochecer. Les he preguntado a todos por ella y nadie parece haberla visto. No descansaré ni un segundo hasta encontrarla.

Presiento que debe estar encarcelada en alguna de las torres. Pero son imposibles de penetrar.

No entiendo muchas cosas y entre ellas está lo siguiente ¿por qué la encarcelaron a ella solamente y no a mí también? Ambos fornicamos, y ¿Por qué no la han azotado ya? Ha habido muchos castigos estos días, desde azotes hasta mutilaciones ¿por qué la siguen manteniendo a ella detenida? ¿Estará aún con vida? Esto último no lo sé con certeza, pero presiento que sí, mi corazón me lo dice.

Hoy era otro día de búsqueda incesante. Comencé por donde siempre: la calle de los bares. No obtuve ni una pista. Decidí luego seguir por la calle de los puestos de comida, tampoco, ni rastro. Finalmente me hallé en la fuente pública. Comencé a hacer preguntas a los presentes mientras les describía a Fortunata.

– Entonces ¿la ha visto? –le pregunté a una señora de mediana edad.

– Me parece haber visto a una chica así en la plaza pública –dijo mientras escudriñaba en sus recuerdos.

– ¿De verdad? ¿hace cuánto? –pregunté con insistencia.

– Hace poco. Si corre puede verla usted mismo.

Así hice. Me lancé a correr por las estrechas calles de piedra que a esta hora se encontraban atestadas por personas que iban a sus labores diarias. Entre codazos, empujones y disculpas me fui abriendo paso hasta la plaza. Por fin alcancé a llegar.

En medio de la plaza había una chica pelirroja, con la espalda desnuda y ensangrentada. Seguro llevaban más de veinte azotes, puesto que las heridas de su espalda eran profundas. Estaba atada a un grueso poste de madera. Sus manos abrazándolo, atada de las muñecas, la cintura y los muslos. Solo su espalda estaba al aire. La chica disminuyó la fuerza de sus gritos, señal de que su flagelado cuerpo se desmayaría.

Aquella chica pelirroja no era Fortunata.


Se habían llevado a la chica que estaba frente a mi calabozo hacía rato. Asumía entonces que era media mañana. Fue muy desalentador verla partir sin mí. Deseé ser ella, envidié sus azotes. ¿Cuánto más podré aguantar en esta situación? Tengo los pies hinchados, dolor de estómago, punzadas en mi cabeza y dolor de garganta. Es horrible estar encerrada acá, cerca de mis propias heces y mi ya putrefacta orina. No lo soporto más. Nunca había llorado tanto como ahora, muchas veces lo hago hasta dormirme apoyada de esta fría pared de piedra.

Al menos sé que tendré un bebé valiente, porque ha aguantado todo esto, sé que sigue allí. Mi creciente corazón de madre confía en eso. Lamento tanto hacerlo pasar por esto, me siento culpable. Siempre creí que sería una madre ejemplar y acá estoy, siendo lo contrario.

Pienso tantas cosas...demasiadas, sinceramente. Mi cuerpo está débil, pero mi mente no descansa. Me pregunto si mis padres habrán vuelto del sur. ¿Pensaran que hui así como lo había previsto? ¿Estarán decepcionados? ¿Preocupados tal vez? Puede que todo a la vez o quizás aún no han regresado de su viaje.

Y ¿qué será de Ricardo? ¿Sabrá que estoy encerrada en un calabozo? ¿Le importará? ¿Estará tratando de liberarme o encontrarme? Espero que sí. Lo sigo amando. Aun deseo estar con él, lejos de estas crueles personas que cumplen la palabra de Dios por medio del castigo y la tortura. No quiero esto para mi hijo.

Aunque no sabemos con certeza qué nos espera en el Nuevo Mundo, es preferible apostar por lo nuevo que seguir viviendo condenados de por vida. Mil veces le seguiría apostando a la búsqueda de la paz y la felicidad, así deba recorrer el mundo con Ricardo y nuestro bebé en brazos. Él y yo estamos destinados a estar juntos. No será fácil, deberemos soportar demasiado, pero lo lograremos, porque esa es la única voluntad de Dios.

No me importa si arde el mundo, si caen los reinados o si encuentran nuevos territorios, él es para mí y yo para él. 

SIETE EXISTENCIAS || La primera: el amor ardeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora