CAPÍTULO XVII

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Aunque me dormí un par de veces, el dolor me despertaba. Mis manos tenían ampollas y fisuras que supuraban sangre cuando abría mis palmas. Se abría con facilidad aquello que había cicatrizado un poco. Mi labio estaba hinchado por la bofetada. Mi vientre dolía mucho, supongo que mi bebé estaba tan adolorido como yo. Todo esto me había propiciado una fuerte fiebre, mis músculos temblaban debido a la  calentura y sudaba sin parar.

Nunca había llorado tanto. Me sentía afligida, sola y completamente miserable. Pero a pesar de todo eso, en medio de mi agonizante dolor, pensaba en Ricardo. Lo amaba todavía. No puedo negar que en medio del dolor, surge cierto arrepentimiento. No por lo que siento por él, eso jamás. Sino por cómo hicimos las cosas. Me hubiese ahorrado todo este dolor de haberlo hecho como demanda nuestro Señor.

Mis pensamientos se vieron interrumpidos por el sonido de la aterradora puerta de madera. Era mi carcelero. Bueno, no precisamente él. Era otro hombre.

– Levántate –ordenó amablemente.

Notó mis heridas y me ayudó a levantarme.

– Gracias –dije. Me sentía segura, no había sentido ningún gesto amable desde hacía mucho.

– No tengo permitido hacer esto, pero te traje agua para que te limpiaras un poco –me dijo –toma, alguien que te ama mucho te manda este vestido para que te cambies –Me tendió un vestido color azul claro, parecido al que tenía en casa y que ya no me quedaba. Mis ojos se humedecieron –Vendré luego –dijo.

– ¡Espera! –dije sin contener mis lágrimas – ¿Quién mandó esto?

– Un joven –dijo, y luego se marchó.

¡Ricardo me había encontrado! Estuvo buscándome todo este tiempo y lo más importante ¡Me sigue amando! No podía creerlo, él había dado con este carcelero para saber de mí, para darme un poco de aliento. Además, había estado con mis padres. Este vestido no estaba en mi diminuto armario, es nuevo, lo había hecho mi madre. Conocía sus costuras y sus bordados. El vestido era más grande que los que acostumbraba a usar, asumo que mi madre ya sabía que concebía un bebé de Ricardo. No importaba, su vestido significaba que no me guardaba rencor. Era hoy, por fin hoy me dejarían ir.

Quité mi vestido. Tuve mucho cuidado, mis manos aún me dolían y sangraban. Quité la cinta que tenía atada a mi pierna junto con el anillo y la lavé. Comencé a lavar mi cuerpo. Me valí de la parte más limpia que hallé en el vestido marrón, y rasgándola, la use de estropajo. El agua caía por mi cuerpo, estaba tibia. Tallé todo mi cuerpo con fundamento y lavé mi enredado cabello. Una vez habiendo terminado, esperé a secarme, no tenía nada con qué hacerlo. Luego, me vestí. No podía poner el anillo en mi dedo, estaba muy lastimado, así que tomé la cinta verde y con el anillo colgando en ella, la até a mi cuello. Me sentía más cerca de casa. Tenía un vestido limpio hecho por mi madre, mi cinta y mi anillo conmigo.

El carcelero entró.

– Te traje algo de comer, debes de tener hambre –Asentí. Con amabilidad me dio pan y un trozo de queso. En el suelo dejó una jarra de leche. Se marchó llevándose el balde vacío de agua.

Mis ojos volvieron a humedecerse. Tenía mucha hambre, olfateé el pan, estaba fresco. Olía a casa, la leche era de cabra y el queso sabía al que hacía mi padre, podría asegurar que lo había hecho él. Comí y bebí todo de pie, el suelo había quedado mojado por mi delicioso y repentino baño. No me importó, estaba disfrutando todo. Iba a casa, me sentía afortunada.

Volvió mi carcelero de nuevo. Trajo esta vez un cepillo para mi cabello y agua. Se marchó, prometiendo volver. Peiné mi cabello aunque la tarea se dificultaba con mis maltratadas manos. En el proceso se cayeron muchos mechones. Hacía mucho que no lo peinaba. Bebí un poco de agua y esperé el regreso de mi nuevo carcelero.

Cuando regresó, abrió mi calabozo. Me tomó con delicadeza del brazo obligándome a seguirlo.

– ¿Puedo preguntarte algo? –me sentía en confianza para hablar.

– Sí –dijo, sin detener su andar.

– ¿Qué ocurrió con el otro carcelero? –quise saber.

– Se ahorcó anoche – su voz denotaba lástima.

Me quedé petrificada. ¿Qué razones habrá tenido para hacerlo? ¿Le habrá ocurrido algo a Noche y la culpa no le permitió seguir existiendo?

– ¿Sabes por qué lo hizo? –pregunté.

– Solo puedo decir que actuó mal y estaba arrepentido.

No insistí en saber más. Pero estaba segura que tenía que ver con Noche. Seguro la habían liberado y ella no lo perdonó.

Seguí caminando escoltada por mi carcelero. Llegamos a una puerta doble de madera, era la puerta por donde había entrado la primera vez atada al caballo. Enseguida la abrió y entraron los rayos de la luz del sol. Cerré mis ojos, la luz era muy fuerte. Tenía mucho tiempo encerrada. Parpadeando y poco a poco, fui abriendo los ojos. Mi carcelero había esperado que yo misma tomara la iniciativa de salir, pero aun así, manteniendo su postura, me llevaba del brazo.

Respiré hondo. Nunca creí que alguna vez iba a estar feliz de sentir el aire del pueblo. Anteriormente lo sentía sucio y putrefacto, esta vez significaba libertad. Seguimos caminando, conocía el camino, íbamos hacia la plaza. Así que hoy me iría a casa, pero también me azotarían.

Cuando llegué a la plaza, había muchas personas reunidas. Mi carcelero se abrió paso entre la multitud y me llevó con él. Las personas estaban alteradas, gritaban ofensas señalando hacía lo que parecía una plataforma de madera. Hacia allá me llevaban a mí. Pronto recibiría ofensas también.

Mi carcelero me acercó a unas escaleras laterales que subían hacia la plataforma. Junto conmigo, tomándome del brazo, subió. Su agarre era más fuerte pero aun así evitaba lastimarme.

Entre tanto alboroto no me había percatado sobre las otras personas que estaban sobre la plataforma. Comencé a ver todo a mí alrededor. Estaba Enzo, el hombre de túnica morada (su Excelencia) y mi torturador. Y atadas a un poste de madera estaban Noche y Día. Así que Noche no había sido liberada, al contrario, sería hoy castigada.

Me juntaron con las dos mujeres, ahora éramos un trío de mujeres que serían azotadas. Día lloraba y Noche rezaba. Ninguna se percató de mi presencia, estaban sumidas en su propio terror. Yo no estaba tan asustada como ellas, solo quería que acabara y me dejaran en libertad por fin.

Mi torturador me ató con las manos atrás, como si abrazara el poste con mi espalda. Me ató por debajo de mis pechos y mis muslos, lo que hizo que mi vestido se apretara a mi cuerpo, revelando mi estado. Mi barriga estaba ya bastante abultada y cuando los presentes se percataron, ahogaron un grito de asombro al unísono. Me sentí avergonzada.

Oteé la multitud desde donde estaba. Poco a poco fui escudriñando en busca de Ricardo. Al cabo de un rato, en el fondo, junto a mis padres, lo vi llorar.

SIETE EXISTENCIAS || La primera: el amor ardeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora