Capítulo 4: Nubes... La Luna... El Sol... ¿Y luego?

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Los días en el cielo parecían ser los mismos: el mismo sol, las mismas nubes y la misma luna. Esa relación no era tóxica, aunque tuvieran de por medio a la lluvia, al granizo, a la nieve… Todo funcionaba como si estos sujetos nunca hubieran manchado el cielo radiante en el día y misterioso en la noche.

   Frederick, por el otro lado, no era ni radiante ni misterioso. Bonnie comenzaba a dudar un poco de su comportamiento con él, pues, desde que nació, la tía Chyna siempre le contó lo valioso y cariñoso que era su papá. Cuando estaban solos… todo era diferente. Al menos le daba una sensación cálida y cosquilleante en el corazón cuando Frederick se encargaba de cubrir las necesidades básicas: cambiar pañales, bañarlo en la tina y alimentarlo.

   Hoy era un nuevo día, y Bonnie estaba dispuesto a mostrar lo servil que era para demostrar su amor por su papá.

   Frederick volvió a desayunar tamales verdes en el mismo plato de porcelana con atole de arroz; a pesar de no ser la mejor de las opciones de desayuno, mantenía el garbo con ese plato. Cuando terminó, miró a Bonnie jugando con su montaña de peluches en su recámara: tenía al oso café, a un conejo morado con los ojos rojos, un zorro rojo y un pollo amarillo en cada arista de un tablero de Monopoly. Claro, él no sabía jugarlo, pero le entusiasmaba la idea de ver un juego en la vida real.

   En eso, Frederick entró al cuarto.

   —¿Qué haces? —le preguntó con la misma voz ronca y monótona.

   Bonnie lo miró como si hubiera estropeado una vez más algo. Le dijo la verdad.

   —Jugando al Momópoli —respondió con un fajo de billetes anaranjados entre sus patas.

   Ni siquiera esa imagen hizo reconsiderar la idea que Frederick tenía.

   —Ve a regresarle este plato a Mabel —estiró el plato hasta su pequeño rostro.

   Bonnie titubeó por un momento, pero de inmediato recordó la pequeña promesa que se había hecho a sí mismo: «todo sea por mi papi lindo». Entonces tomó el plato plano y corrió con esa sonrisa que nadie borraba de su hocico. Además, le encantaba salir al pasto, ver a las mariposas, saludas a las hormigas, a los vecinos que lo han visto más de una vez comprando víveres, a las nubes, a la luna, al sol y al… al… Bueno… a lo que sea que estuviera más allá.

   Cuando llegó a la puerta de la casa de Mabel, Bonnie se puso de puntitas para alcanzar el timbre de su casa, pero nadie abrió. ¿Tal vez estaba haciendo tantos tamales que no escuchó? Lo intentó de nuevo. No volvió a abrir. Extraño, ¿no? Porque Mabel siempre estaba aquí. No le decían el Buzón de Voz por gusto.

   El no haber sido recibido en la puerta hizo que Bonnie se sintiera un poco apenado. ¿Qué iba a hacer? Sabía que si llegaba a casa y le decía a papá que no pudo devolver el plato, él se molestaría y le gritaría, porque ¡sí, ha pasado! Aunque eventualmente se disculpaba con un susurro y se volvía a su mesa de trabajo a comer.

   Entonces se le ocurrió la mejor idea de todas, ¡sí! Recordó que la casa de Mabel da primero al patio principal, después a su sala, la cual sí estaba techada y cerrada. Si el patio no estaba techado… Bonnie caminó en reversa. Midió la distancia entre la pared que lo separaba a él del patio. No era tan alta. Tal como esas caricaturas de batallas, apuntó hacia arriba de aquella pared y lanzó el proyectil. En su mente exclamó lo que su amiga Dora la Exploradora decía al final de cada capítulo: ¡lo hicimos! El plato fue devuelto.

   Por alguna razón Bonnie regresó a casa corriendo.

   —¡Ya! —le dijo a papá cuando llegó a casa.

Mi papá osoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora