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Fox quedó algo atónito por semejante afirmación; claro, por un momento pensó que era totalmente normal por el daño causado, pero su lógica le decía que esto no estaba bien.

   —¿Que qué? ¿Es en serio?

   Fox puso de vuelta de forma brusca su tequilero sobre la barra. Frederick giró su cabeza hacia el barman para no ver a Fox.

   —Tú no sabes lo que es tenerlo en casa y tener que recordar a Mallory. Ya no lo aguanto…

   —Bueno, sí, te entiendo, Fredo, pero no me parece que sea razón para que le hagas eso a ese tal Bonnie.

   Y aquí venía de nuevo, el mismo sermón que le daban las personas que llegaron a escuchar el caso de Frederick. Sí, era muy razonable, pero para él ya era picarle la cresta. Bajó su mirada y apretó los dientes mientras Fox terminaba su declaración.

   Cuando terminó la hora del almuerzo, Fox y Frederick se levantaron y fueron hacia la avenida que Frederick debía de tomar para llegar a casa.

   —Vas a llegar tarde. No debiste haberme encaminado hasta aquí.

   Fox rió con rudeza.

   —¿En serio creíste que iba a dejar que te fueras solo en ese estado? ¡No, viejo! Aún me preocupas, idiota. Es más, puedo ir a comprar una carretilla para llevarte en ella; así es como la gente transporta bultos pesados de comida.

   Frederick se rió un poco; al menos el gordito ya aceptaba que lo provocaran un poco. A ver si esa actitud le duraba hasta llegar a la puerta de su casa. ¿Qué era lo peor que podía pasarle? Bueno, como era de esperarse de cualquier serie televisiva, esa pregunta desató el llano de Jesús.

   —Ahora sí ya me tengo que ir, Fredo. Puedo llegar tarde, pero no oliendo a perro mojado. Échate una carrera hasta allá —se dio la vuelta y comenzó a trotar hacia el camino por el que habían llegado—. Buena suerte, Fredo, y piensa en lo que te dije, eh.

   Frederick lo vio desaparecer en la neblina que comenzaba a borrar las casas y los jardines alrededor de él. A él no le importaba la lluvia, pues él ya estaba acostumbrado a estar empapado de sudor y oliendo a decepción todo el tiempo. Así que solo caminó y caminó, de forma lenta pero caminó. Caminó y caminó, y caminó.

   Las gotas de lluvia ni siquiera eran frías; parecían evaporarse en cuanto caían en el pelaje de Frederick. ¿Por qué? Cualquiera pensaría que él era ahora muy frío, pero muy, muy frío como una paleta de hielo. Nunca fue así cuando era un osezno: esa niña odiosa que siempre lo abrazaba en la primera, corría hasta él, colocaba ambos brazos a su alrededor y le decía al oído:

   —Eres muy calientito.

   Pero Frederick nunca vio eso como un cumplido: él sentía que lo estaban llamado gordo, y que por eso era muy calientito. ¡Bah! Estúpidos recuerdos de la infancia. Aunque… ahora era más común que anhelara el regreso de esos días.

   ¡No! ¿¡En qué estaba pensando!? ¡Esos tiempos también eran una inmundicia! Tal vez se sentía con holgura junto a sus amigos y profesores, pues tenía la oportunidad de jugar a los encantados y comerse un solo taco de salchicha con arroz, o a lo mejor un huevo cocido, o un raspado, o unas palomitas de maíz, o cualquier cochinada sabrosa que estuvieran vendiendo. Pero en casa… ¿quién tenía el estoicismo suficiente para escudar a su madre de su papá? Claramente, esas personas no eran ni Chyna ni Frederick. ¿Entonces quién? ¿¡Quién!?

   Frederick desechó esos recuerdos en cuanto escuchó una risilla volviéndose más ruidosa conforme más caminaba hacia adelante. Ya había llegado a casa. Ahí afuera, encontró a Bonnie con un impermeable gris y con botas para lluvia. Su risa era incontrolable, como si las gotas de lluvia y los charcos que pisaba le hicieran muchas cosquillas en los pies y en las axilas. Si a Frederick aún le quedaba suerte, su barquito de papel navegaría por el canal de agua hasta la coladera. Bonnie pisaba uno y otro, y otro, y otro, y otro, y…

Mi papá osoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora