Capítulo 12

1.2K 132 40
                                    

Cuando entró en la iglesia vio como todos (o al menos la mayor parte) estaban haciendo fila para comulgar, por supuesto que no iba a desaprovechar el momento. Se posicionó al final de la cola de gente, intentó no desesperarse al ver como esta se movía muy lentamente. Quiso reír al darse cuenta de que no se debía comulgar sin haber confesado antes, sus pecados seguían siendo los mismos así que no tenía ningún problema con ello.

La cara del sacerdote al verla allí fue un poema, era más que obvio que no se la esperaba, recordaba haberla dejado durmiendo y con las sábanas tapando su desnudo cuerpo.

Ahora estaba allí, frente a él, sin haberse maquillado y con una ropa para nada típica de llevar a misa. Sabía que si desviaba la mirada de sus ojos y la bajaba a sus pechos se encontraría con un escote de infarto, no podía permitirse una erección en plena misa.

—El cuerpo de Cristo —con su dedo índice y pulgar tomó la hostia y se la tendió.

Cyara sonrió con malicia, sin siquiera disimular, y tomó con sus labios la hostia mal a propósito. Sus labios chuparon sutilmente los dedos que la sostenían y raspó de forma inocente con sus dientes antes de que esta entrara a su boca y se pegara a su paladar. Le guiñó un ojo al sacerdote y caminó hasta uno de los primeros bancos, quería presenciar lo que quedaba de misa desde primera fila.

Al sacerdote le tomó unos segundos fingir que nada había pasado con la rubia descarada, después siguió, evitando mirarla en todo momento.

Cuando esta terminó, Cyara no esperó a que las personas abandonaran la iglesia y subió al altar sin siquiera arrodillarse, varias señoras jadearon sorprendidas ante la acción pues eso era una falta de respeto a Dios, ella no le tomó importancia y siguió caminando hasta entrar en la sacristía.

—Fuera —le exigió al sacristán, este parpadeó confuso pero finalmente obedeció la orden de la joven. Ella se apresuró a cerrar la puerta una vez que este se encontraba fuera—. Esto te lo puedes meter muy por donde te quepa.

Sacó el dinero que él le había dejado en su mesita de noche y lo arrojó con rabia a la mesa que allí tenía. Christopher detuvo la acción con la que estaba para mirarla con completa confusión. ¿Qué mosca le había picado ahora?

—Yo no soy un cuerpo que tú uses y después pagues por ello... Bueno, si lo soy, pero contigo no lo estaba siendo —gruñó frustrada—. ¡Joder! Yo, por primera vez en mi vida, pensaba que... Bueno, que nosotros... Que nosotros...

Su labio inferior tembló, temiendo decir lo que tenía en la punta de la lengua y no se atrevía a salir.

Había estado decidida de hacerle frente y de dejarle las cosas claras como la descarada mujer que era, pero se estaba dejando llevar por las emociones y eso no estaba bien.

—Que nosotros hicimos el amor —completó el sacerdote, mirándola sin ningún tipo de expresión en el rostro—. Creo que pensaste mal, Cyara.

—Lo sé —sollozó—, soy tan ridícula que incluso sabiéndolo vengo a reclamarlo.

—Creo que lo mejor será que te vayas —carraspeó, sintiéndose incómodo—. No puedes presentarte en una misa, hacer lo que hiciste al comulgar y después venir lloriqueando. No puedes.

Todo se volvió silencio. Incluso ella dejó de respirar ante el impacto de sus palabras. Ese era el sonido de un corazón rompiéndose.

Falsas ilusiones.

Lágrimas deslizándose por sus mejillas sin control alguno.

Ese nudo en la garganta que impedía que algún sonido coherente fuera pronunciado.

—Cyara —insistió, esta vez señalando con la mirada la puerta.

—Vete a la putísima mierda —espetó, sin dejar de llorar en ningún momento—. Sé que no me diste razones para creerlo pero fui tan ilusa... Contigo me sentí mujer y no un objeto, que es como todos los hombres me han tratado. Sé que fui yo quien se lanzó por ti. Sé que tú no te habéis acostado conmigo si yo no hubiera actuado primero. Sé todas esas malditas mierdas, pero aún así, como vosotros los católicos, tenía esperanza.

Rió sarcástica y se fue de mala gana, si por ella fuera le habría gritado cientos de cosas pero tampoco estaba en su derecho. Él no tenía la culpa, él solo había actuado como cualquier otro hombre lo habría hecho.

No era más que una prostituta que entregaba su cuerpo a diferentes hombres cada noche, ¿por qué alguien habría de tomarla en serio? Y mucho más, ¿un sacerdote? Si ellos, supuestamente, eran fieles a Dios y eso de tener sexo por placer estaba muy mal visto para ellos.

Estaba decepcionada consigo misma y esa decepción la estaba matando por dentro, por muy ridículo que sonase. Era una mujer fuerte, había podido con muchas cosas, por supuesto que podría con una más.

Porque decían las malas lenguas que el amor era el sentimiento más fuerte, pero ¿alguna vez has sentido desilusión? ¿Decepción? Oh, esas son mucho más fuertes, no te causan mariposas en el estómago pero sí punzadas.

Su vista estaba empañada por culpa de las lágrimas y su mente comenzaba a jugar en su contra recordándole sus encuentros con el sacerdote. La forma en que sus manos acariciaban su piel, no de una forma sexual y exigiendo sexo, no, caricias entrañables. Como sus mejillas se sonrojaban cada vez que ella hacía un comentario subido de tono. Las risas que se escapaban de sus labios, y que las provocaba ella. Todas y cada una de sus expresiones, cada maldito momento que habían pasado juntos, incluyendo su más reciente encontronazo en la iglesia.

Ahora empezaría a rezar para no volver a verlo, porque si lo hacía tenía muy claro que no podría soportarlo. Fingir que estaba bien no iba a ayudarla en nada.

—Por favor, señor —Se vio a sí misma juntando sus manos y mirando al cielo en forma de súplica—. Qué no nos volvamos a cruzar, que le vaya bien y que a mi me vaya mejor. Amén.

Amén Donde viven las historias. Descúbrelo ahora